En esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos. Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él? 1 Juan 3:16-17
Un hombre preguntó a Jesús: “¿Y quién es mi prójimo?” (Lucas 10:29). Jesús le respondió mediante una parábola: un hombre cayó en manos de ladrones, los cuales lo dejaron gravemente herido al borde del camino. Por allí pasó primero un sacerdote, y luego un levita, pero ambos continuaron su camino sin hacer nada para ayudarlo. Un hombre de Samaria, despreciado por los judíos, pasó por el mismo lugar. Y viendo al herido, tuvo compasión de él, lo curó, lo llevó a un albergue, lo dejó en manos del mesonero y pagó todos los gastos.
Entonces Jesús preguntó quién había sido el “prójimo” del hombre herido. De esta manera puso a su interlocutor, no en la posición del benefactor, sino en la del pobre que depende de los cuidados de un extranjero despreciado. El hombre reconoció claramente que el prójimo era el samaritano. Jesús concluyó diciendo: “Ve, y haz tú lo mismo” (Lucas 10:37).
El herido representa al hombre maltratado por Satanás, quien abandona a sus víctimas. Los hombres religiosos no hacen nada por él. El samaritano es la figura de Jesús, quien se compadece de cada ser humano. Se encarga de él y lo salva por la eternidad.
La conclusión es importante: para ayudar a los demás eficazmente, hay que empezar por considerar ser uno mismo el objeto de los cuidados de Jesús. Tenemos que reconocerlo como nuestro Salvador. Solo entonces, Jesús puede invitarnos a actuar como Él.
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