Sofía y Andrés eran felices, tenían la casa que siempre soñaron y una estabilidad económica que les permitía vivir bien, sin necesidades. Pero su mayor felicidad estaba en su hijo Andresito, al que amaban muchísimo. Habían estado pidiendo a Dios por ese hijo durante años, hasta que por fin se los concedió. Andresito era su vida, su tesoro.
Era el primer día de escuela de Andresito, y Sofía lo vistió y arregló con esmero. Iba a ser la primera vez que se separaba del niño y, como todas las mamás que viven esa experiencia, le dolía tener que hacerlo, aunque fuese solo por unas horas. Cuando llegaron ante las puertas del recinto escolar, una maestra muy amorosa los recibió y dio la bienvenida a Andresito. El niño no se quería soltar de la mano de su mamá, pero finalmente accedió a entrar. Sofía emprendió el camino de regreso a casa, sintiendo ganas de llorar. Se repetía a sí misma que debía acostumbrarse, que no podía tener siempre al niño encerrado con ella en casa. Trató de pensar en otra cosa, en el quehacer que la esperaba y todo eso.
Eran como las once de la mañana. Sofía estaba en la cocina, cuando recibió una llamada de la directora del colegio que le heló el corazón. Había ocurrido una horrible tragedia, dos bandas de criminales sin escrúpulos se habían enfrentado a balazos justo enfrente de la escuela. Muchos niños se encontraban en el patio y varias balas perdidas habían penetrado por entre las rejas, hiriendo a algunos niños. Andresito había sido uno de los niños que habían resultado heridos y ya había sido trasladado a un hospital. No quiso escuchar más, salió de casa enloquecida. En el camino llamó a su esposo y le dio la noticia entre sollozos. Minutos más tarde, se encontraron en el hospital, llenos de angustia. Se les informó que dada la gravedad en la que había llegado el niño, los médicos habían procedido a operarlo inmediatamente y todavía no había salido del quirófano. Sofía y Andrés se abrazaron llenos de aflicción. Andrés llamó a su pastor y a otros hermanos para que los apoyaran en oración. A los pocos minutos llegaron el pastor y un grupo de hermanos de su congregación y se reunieron con ellos. Estuvieron orando hasta que un médico salió del quirófano y se acercó a ellos preguntando por los padres del niño. No traía buenas noticias, habían quitado la bala pero Andresito se encontraba grave. Nada más podían hacer los médicos por él, así que había que esperar un milagro. No les permitieron verlo, así que se quedaron en la sala de espera y siguieron orando.
Las siguientes horas fueron una tortura. Sofía no paraba de llorar, temblaba como una hoja al viento. Una enfermera le ofreció un calmante pero ella lo rechazó, quería estar totalmente consciente. Andrés no sabía cómo consolar a su esposa, porque él mismo necesitaba consuelo. Se estaban dejando dominar por la angustia. Entonces, el pastor los llamó aparte y les dijo:
– Hermanos, ¿confían ustedes en el Señor?
– Sí, pastor- dijo Andrés- pero comprenda, somos humanos, no podemos dejar de angustiarnos, ¡es nuestro hijo!
– Somos buenos cristianos, ¿por qué Dios ha permitido esto? – exclamó Sofía.
– Lo comprendo, pero no debemos cuestionar a Dios ni dejar que la angustia nos domine. Que su fe sea más grande que su angustia, hermanos… ¿Recuerdan la historia de Abraham?
– Sí, pastor- respondieron ellos.
– ¿Ustedes creen que Abraham, en su humanidad, no sentiría angustia en el momento que estaba preparando el altar con el holocausto para sacrificar a su hijo? ¿No creen que se sentiría morir cuando tomó el cuchillo y lo apuntó hacia el cuerpo de Isaac? Abraham era humano y como tal tenía sentimientos humanos; amaba entrañablemente a su hijo, pero su fe era tan grande que superaba sus sentimientos humanos. Él no cuestionó a Dios, porque confiaba ciegamente en Él; su fe le daba la seguridad de que Dios iba a hacer algo. Él creía firmemente en eso, y así fue. Abraham no dudó de la justicia de Dios, no lo cuestionó, solo obedeció. ¿Cómo lo logró? Puso su fe sobre sus emociones humanas, sobre su temor. Eso es lo que necesitan hacer ustedes ahora. Esta es una prueba tremenda para ustedes, necesitan ese escudo que los protegerá y ayudará a vencer sus miedos, el escudo de la fe, el mismo que usó Abraham. Ustedes aman a su hijo, pero Dios los ama más a ustedes. Solo confíen en Él y Él hará.
Era el primer día de escuela de Andresito, y Sofía lo vistió y arregló con esmero. Iba a ser la primera vez que se separaba del niño y, como todas las mamás que viven esa experiencia, le dolía tener que hacerlo, aunque fuese solo por unas horas. Cuando llegaron ante las puertas del recinto escolar, una maestra muy amorosa los recibió y dio la bienvenida a Andresito. El niño no se quería soltar de la mano de su mamá, pero finalmente accedió a entrar. Sofía emprendió el camino de regreso a casa, sintiendo ganas de llorar. Se repetía a sí misma que debía acostumbrarse, que no podía tener siempre al niño encerrado con ella en casa. Trató de pensar en otra cosa, en el quehacer que la esperaba y todo eso.
Eran como las once de la mañana. Sofía estaba en la cocina, cuando recibió una llamada de la directora del colegio que le heló el corazón. Había ocurrido una horrible tragedia, dos bandas de criminales sin escrúpulos se habían enfrentado a balazos justo enfrente de la escuela. Muchos niños se encontraban en el patio y varias balas perdidas habían penetrado por entre las rejas, hiriendo a algunos niños. Andresito había sido uno de los niños que habían resultado heridos y ya había sido trasladado a un hospital. No quiso escuchar más, salió de casa enloquecida. En el camino llamó a su esposo y le dio la noticia entre sollozos. Minutos más tarde, se encontraron en el hospital, llenos de angustia. Se les informó que dada la gravedad en la que había llegado el niño, los médicos habían procedido a operarlo inmediatamente y todavía no había salido del quirófano. Sofía y Andrés se abrazaron llenos de aflicción. Andrés llamó a su pastor y a otros hermanos para que los apoyaran en oración. A los pocos minutos llegaron el pastor y un grupo de hermanos de su congregación y se reunieron con ellos. Estuvieron orando hasta que un médico salió del quirófano y se acercó a ellos preguntando por los padres del niño. No traía buenas noticias, habían quitado la bala pero Andresito se encontraba grave. Nada más podían hacer los médicos por él, así que había que esperar un milagro. No les permitieron verlo, así que se quedaron en la sala de espera y siguieron orando.
Las siguientes horas fueron una tortura. Sofía no paraba de llorar, temblaba como una hoja al viento. Una enfermera le ofreció un calmante pero ella lo rechazó, quería estar totalmente consciente. Andrés no sabía cómo consolar a su esposa, porque él mismo necesitaba consuelo. Se estaban dejando dominar por la angustia. Entonces, el pastor los llamó aparte y les dijo:
– Hermanos, ¿confían ustedes en el Señor?
– Sí, pastor- dijo Andrés- pero comprenda, somos humanos, no podemos dejar de angustiarnos, ¡es nuestro hijo!
– Somos buenos cristianos, ¿por qué Dios ha permitido esto? – exclamó Sofía.
– Lo comprendo, pero no debemos cuestionar a Dios ni dejar que la angustia nos domine. Que su fe sea más grande que su angustia, hermanos… ¿Recuerdan la historia de Abraham?
– Sí, pastor- respondieron ellos.
– ¿Ustedes creen que Abraham, en su humanidad, no sentiría angustia en el momento que estaba preparando el altar con el holocausto para sacrificar a su hijo? ¿No creen que se sentiría morir cuando tomó el cuchillo y lo apuntó hacia el cuerpo de Isaac? Abraham era humano y como tal tenía sentimientos humanos; amaba entrañablemente a su hijo, pero su fe era tan grande que superaba sus sentimientos humanos. Él no cuestionó a Dios, porque confiaba ciegamente en Él; su fe le daba la seguridad de que Dios iba a hacer algo. Él creía firmemente en eso, y así fue. Abraham no dudó de la justicia de Dios, no lo cuestionó, solo obedeció. ¿Cómo lo logró? Puso su fe sobre sus emociones humanas, sobre su temor. Eso es lo que necesitan hacer ustedes ahora. Esta es una prueba tremenda para ustedes, necesitan ese escudo que los protegerá y ayudará a vencer sus miedos, el escudo de la fe, el mismo que usó Abraham. Ustedes aman a su hijo, pero Dios los ama más a ustedes. Solo confíen en Él y Él hará.
Sofía y Andrés, después de escuchar a su pastor y meditar un momento, volvieron a sus oraciones, ahora con más convicción. El temor se fue disipando poco a poco hasta desaparecer y fue entonces cuando supieron lo que era entregar toda su carga al Señor, sin guardarse nada y descansar en Él. Sintieron esa paz que sobrepasa todo entendimiento y pudieron esperar calmados la decisión del Señor, sin dejar de orar, pero tranquilos. Unas horas más tarde, una enfermera les dijo que ya podían ver a su hijo, estaba despierto y se estaba recuperando… milagrosamente.
“No se inquieten por nada; más bien, en toda ocasión, con oración y ruego, presenten sus peticiones a Dios y denle gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, cuidará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús.” Filipenses 4:6-7
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