viernes, 2 de junio de 2017

La Práctica de la Presencia de Dios (4)

Hace más de 300 años, en un monasterio de Francia, un hombre descubrió el secreto para vivir una vida de gozo. 
A la edad de dieciocho años, Nicolás Herman vislumbró el poder y la providencia de Dios por medio de una simple lección que recibió de la naturaleza. Pasó los siguientes dieciocho años en el ejército y en el servicio público. Finalmente, experimentando la “turbación de espíritu” que con frecuencia se produce en la mediana edad, entró en un monasterio, donde llegó a ser el cocinero y el fabricante de sandalias para su comunidad. Pero lo más importante, comenzó allí un viaje de 30 años que le llevó a descubrir una manera simple de vivir gozosamente. En tiempos tan difíciles como aquellos, Nicolás Herman, conocido como el Hermano Lorenzo, descubrió y puso en práctica una manera pura y simple de andar continuamente en la presencia de Dios. 

Resultado de imagen de La Práctica de la Presencia de DiosEl Hermano Lorenzo era un hombre gentil y de un espíritu alegre; rehuía ser el centro de atención, sabiendo que los entretenimientos externos “estropean todo”. Después de su muerte fueron recopiladas unas pocas de sus cartas. Fray José de Beaufort, representante del arzobispado local, ajuntó estas cartas con los recuerdos que tenía de cuatro conversaciones que sostuvo con el Hermano Lorenzo, y publicó un pequeño libro titulado La Práctica de la Presencia de Dios. 
En este libro, el Hermano Lorenzo explica, de forma simple y bella, cómo caminar continuamente con Dios, con una actitud que no nace de la cabeza sino del corazón. El Hermano Lorenzo nos legó una manera de vivir que está a disposición de todos los que buscan conocer la paz y la presencia de Dios, de modo que cualquiera, independientemente de su edad o de las circunstancias por las que atraviesa, pueda practicarla en cualquier lugar y en cualquier momento. 
Una de las cosas hermosas con respecto a La Práctica de la Presencia de Dios es que se trata de un método completo.

En cuatro conversaciones y quince cartas, muchas de las cuales fueron escritas a una monja amiga del Hermano Lorenzo, encontramos una manera directa de vivir en la presencia de Dios, que hoy, trescientos años después, sigue siendo práctica.

4ª Conversación

El Hermano Lorenzo conversó conmigo muy frecuente y muy abiertamente, respecto a la manera de ir a Dios, de lo cual ya se mencionó algo. Me decía que todo consiste en una renuncia de corazón a todas las cosas que nos impiden llegar a Dios. Podemos acostumbrarnos a conversar continuamente con Él con libertad y simplicidad. Para dirigirnos a Él a cada momento, solo necesitamos reconocer íntimamente que Dios está presente con nosotros, y que podemos pedir su ayuda para conocer su voluntad en cosas dudosas y para hacer correctamente aquellas que entendemos claramente que Él requiere de nosotros. 

En nuestra conversación con Dios, también deberemos alabarle, adorarle y amarle por su infinita bondad y perfección. Sin desanimarnos por la suma de nuestros pecados, deberemos orar pidiendo su gracia con una confianza perfecta, confiando en los méritos infinitos de nuestro Señor, porque Dios nunca deja de ofrecernos su gracia continuamente. El Hermano Lorenzo percibió esto con gran claridad. Dios nunca dejó de ofrecerle su gracia excepto cuando sus pensamientos comenzaban a vagar y perdían su sentido de la presencia de Dios, o cuando se olvidaba de pedirle ayuda. Cuando no tenemos otro propósito en la vida excepto el de agradarle, Dios siempre nos da luz en nuestras dudas. 

Nuestra santificación no depende de un cambio de actividades, sino de hacer para la gloria de Dios todo aquello que comúnmente hacemos para nosotros mismos. Pensaba que era lamentable ver como mucha gente confundía los medios con el fin, dedicándose a hacer ciertas cosas muy imperfectamente, debido a sus consideraciones humanas o egoístas. El método más excelente que había encontrado para ir a Dios, era el de hacer las cosas más normales sin tratar de agradar a los hombres sino solamente por amor a Dios. 

El Hermano Lorenzo sentía que era un gran engaño pensar que los momentos dedicados a la oración eran diferentes a otros momentos del día. Estamos estrictamente obligados a unirnos a Dios por medio de la acción en el tiempo de la acción, y por medio de la oración en el tiempo de oración. Y su propia oración no era nada más que un sentido de la presencia de Dios, cuando su alma no era sensible a nada excepto al Amor Divino. Y cuando terminaban los momentos dedicados a la oración, no encontraba ninguna diferencia porque seguía estando con Dios, alabándolo y bendiciéndolo con toda su capacidad. Así pasaba su vida en un gozo continuo, aunque esperaba que Dios permitiría que le sobrevinieran algunos sufrimientos cuando estuviera más fortalecido. 

Decía que, de una vez por todas, debíamos poner toda nuestra confianza en Dios y rendirnos por completo a Él, seguros de que no nos defraudará. No debemos cansarnos de hacer las cosas pequeñas por amor a Dios, porque Él no tiene en cuenta el tamaño de a obra sino el amor con que la hacemos. Que no deberíamos sorprendernos si, al principio, fallamos frecuentemente en nuestros intentos, pero que al final adquiriremos un hábito que nos hará actuar con toda naturalidad, sin que nos ocupemos de ello, y para nuestro mayor deleite. El todo de la religión era la fe, la esperanza, y la caridad, y si las practicamos
llegaremos a estar unidos a la voluntad de Dios. Todo lo demás es de menor importancia, y debe usarse como un medio para llegar a nuestro fin, y entonces todo lo demás debe ser absorbido por la fe y el amor. Y todas las cosas son posibles para el que cree, son menos difíciles para el que espera, y son más fáciles para el que ama, y aún más fáciles para el que persevera en la práctica de estas tres virtudes. 

El fin, que debemos perseguir es llegar a ser en esta vida los adoradores de Dios más perfectos que podamos ser, los adoradores que esperamos ser durante toda la eternidad. Decía que hasta que no alcanzamos este nivel espiritual deberíamos considerar y examinar a fondo lo que somos. Y entonces nos encontraríamos dignos de todo desprecio, y
desmerecedores del nombre de Cristianos, sujetos a toda clase de miserias y de innumerables accidentes que nos preocupan y causan vicisitudes perpetuas en nuestra salud, en nuestros humores y en nuestras disposiciones internas y externas. ¡Ay!, somos personas a las que Dios podría humillar mediante muchos dolores y trabajos, internos y externos. Después de esto, no deberíamos sorprendernos de que los hombres nos tienten, se opongan a nosotros y nos contradigan. Por el contrario, debemos someternos a esas pruebas, y soportarlas tanto como Dios quiera, porque son cosas altamente ventajosas para nosotros. 

La mayor perfección a la que puede aspirar un alma, es a la dependencia total de la Gracia Divina. Siendo cuestionado por uno de su propia sociedad (a quien estaba obligado a abrirse), en cuanto a los medios por los cuales había obtenido ese sentido de la presencia de Dios, le dijo que desde que había venido al monasterio había considerado a Dios como el fin de todos sus pensamientos y deseos, como la meta a la cual todos deberían aspirar, y en la cual todos deberían terminar. 
Notó que en el principio de su noviciado pasaba las horas señaladas para la oración privada pensando en Dios, tratando de convencer a su mente y de impresionar profundamente a su corazón de la existencia divina, y lo hacía más bien por sentimientos devotos y por sumisión a la luz que le daba la fe, que por estudiados razonamientos y elaborada meditación. Mediante este simple y seguro método, se ejercitó en el conocimiento y el amor de Dios, resolviendo dedicar sus mayores esfuerzos a vivir en un sentido continuo de su Presencia, y, en lo posible, no olvidar jamás a Dios. Así que, después de llenar su mente con este sentir de aquel Ser Infinito, iba a trabajar a la cocina (porque era el cocinero de la sociedad). Allí, primero consideraba cada una de las cosas que le requería su oficio, y cuándo y cómo debía ser hecha cada cosa, y antes de trabajar le decía a Dios, con la confianza de un hijo a su Padre:
“Oh, Dios mío, puesto que Tú estás conmigo, y porque ahora debo, en obediencia a tus mandamientos, aplicar mi mente a estas cosas externas, te suplico que me concedas la gracia para continuar en tu presencia, y prospérame para este fin con tu asistencia. Acepta todas mis obras, y posee todos mis afectos.” 
Mientras trabajaba, continuaba su conversación familiar con su Hacedor, implorando su gracia, y ofreciéndole a Él todos sus actos. Cuando había terminado, se examinaba a sí mismo para ver cómo había cumplido su deber. Si veía que lo había hecho bien, volvía a dar gracias a Dios. Si no lo había hecho bien, le pedía perdón y, sin desanimarse, de nuevo ponía su mente en orden. Entonces continuaba su ejercicio de la presencia de Dios, como si nunca se hubiera desviado de ello. “De esta manera”, decía él, “me levantaba después de mis faltas, y mediante renovados y frecuentes actos de fe y amor, he llegado a un estado dentro del cual me resulta difícil no pensar en Dios, a lo que al principio me resultaba difícil acostumbrarme.” 

Debido a que había encontrado una ventaja grande en caminar en la presencia de Dios, era natural que lo recomendara fervientemente a otros. Pero lo que es más sorprendente, su ejemplo era un incentivo más fuerte que cualquier argumento que pudiera proponer. Su mismo semblante se veía con tal devoción dulce y calma, que no podía sino afectar a los que lo contemplaban. Y no se podía dejar de ver que en los momentos de mayor apuro en el trabajo de la cocina, él seguía manteniendo sus ideas e inclinaciones celestiales. Nunca estaba apurado ni ocioso, sino que hacía cada cosa a su tiempo, con una compostura y tranquilidad de espíritu que no se interrumpían nunca. Decía: “Para mí, el tiempo de trabajo no difiere del tiempo de oración, y en medio del ruido y el alboroto de mi cocina, con varias personas pidiéndome al mismo tiempo cosas diferentes, tengo una gran tranquilidad en Dios, como si estuviera sobre mis rodillas en la Santa Cena”.


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