jueves, 4 de mayo de 2017

Saber mucho sin saber nada

Mateo 18:3 Y dijo: De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.
Hoy cuando oraba, pedía al Señor que me librase del protagonismo, que me hiciera como en mi juventud, como un niño en la fe, pues recuerdo aquellos días cuando no sabía casi nada de Dios, y sin embargo Él me usaba a veces de maneras sorprendentes. No sabía nada en esos días, solo sabía que Jesús me había tocado, me había recibido y que dentro de mí podía sentir Su presencia. En esos días tenía un hambre insaciable de Dios. Bien advierte la Escritura que el conocimiento envanece.
Hoy Jesús no necesita hablar pues yo no lo dejo. No necesito Sus dulces palabras, yo solito puedo impresionar con mis palabras sin sustancia, rellenas de hueco conocimiento “bíblico” y sin poder transformador. Se puede saber mucho sin saber absolutamente nada. Se pude hablar mucho sin decir nada que valga la pena escuchar. Es precisamente mi forma de verme a mí mismo la que me permite entrar o me mantiene fuera de esa dimensión sobrenatural que es el Reino de los cielos, aquí en la tierra.
No se trata de la salvación, se trata de ver formarse el Reino de Dios en mi vida y en la vida de las personas a mi alrededor; se trata de vivir asido de la mano de papá comiendo sin medida del plato de Su amor, es oler a papá, es confiar ciegamente en Él. Es hacer del Rey del reino el protagonista de mi vida, y como dijo Juan el bautista, menguar para que Él crezca. Es considerar a los demás como superiores a mí mismo, dejando de verme como el especial tesoro de papá, viéndome igual que los demás. Es no considerarme digno de ni siquiera desatar Sus sandalias.
Para entrar a ese maravilloso lugar, el lugar de los delicados pastos, debo verme a mí mismo como un niño y dejar de razonar, cuestionar, demandar y señalar. Razonar no es necesariamente malo, pero los niños razonan sin maldad, no razonan para buscar excusas o manipular. Los niños no tienen pretensiones, no tienen maldad, no buscan posición pues se saben amados, todo lo creen, todo lo esperan; cuando dejan estas cosas empiezan a parecerse a nosotros y a “madurar”. Aparece, entonces, el orgullo, el escepticismo, el cinismo, el egoísmo, el protagonismo y todos los “ismos”, que nos plagan en la edad adulta y que no permiten que abramos la puerta invisible del Reino y entremos por ella confiados con alegría y sencillez de corazón.


Salmos 131:2

En verdad me he comportado y he acallado mi alma como un niño destetado de su madre;
como un niño destetado está mi alma. 

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