lunes, 15 de mayo de 2017

El enemigo a nuestro alrededor

Porque nada de lo que hay en el mundo ―los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida― proviene del Padre, sino del mundo. (1 Juan 2:16)                   
Las áreas concretas mencionadas en este versículo son en las que debemos luchar contra el pecado. No basta con decir: “No améis el mundo”. Debe ser todo aquello con lo que de hecho tenemos contacto, de modo que Juan añade: “nada de lo que hay en el mundo”, y lo define así. Nos da una lista de estos aspectos diferentes diciendo: “Estos no provienen del Padre, sino del mundo”. Con el fin de rechazar una filosofía determinada, es preciso que lo hagamos mediante ciertas acciones concretas.
Ésta, la primera, dice: la codicia de la carne. En las Escrituras la palabra carne se refiere a algo más que el cuerpo. Es la naturaleza pecaminosa, la condición caída de la humanidad que se encuentra presente en el cuerpo. ¿En qué consiste esta codicia de la carne? Hay ciertas cosas que nuestro cuerpo desea, perfectamente adecuadas y que han sido dadas por Dios, porque Dios nos ha creado como humanos para que sintamos ciertos estímulos y deseos, y el satisfacerlos no es malo. Pero la carne, esa propensión pecaminosa en nosotros, siempre quiere añadir algo que va más allá de lo que es satisfacer los deseos que nos han sido dados por Dios.
Hay una segunda división que Juan pone ante nosotros: los deseos de los ojos. ¿Cuáles son estos? El ojo simboliza lo que complace a la mente o a la vida. El deseo de los ojos, al igual que el de la carne, va más allá de las sencillas necesidades. Nuestras mentes fueron creadas por Dios para buscar y para inquirir, para enterarnos de los grandes hechos de la revelación o de la naturaleza ante nosotros, para que los examinemos. Pero estos tienen ciertas limitaciones, ya que hay limitaciones en la naturaleza y también en la revelación. La carne aprovecha este permiso básico y lo lleva más allá de la voluntad de Dios hasta extremos que nos está prohibido llegar.
Existe aún una tercera división, que es el orgullo de la vida. Esto se refiere al deseo de causar envidia o adulación en otras personas. Las dos primeras divisiones tienen que ver con satisfacernos a nosotros mismos, no de la manera que Dios desea que lo hagamos, sino yendo más allá. Fueron dirigidas hacia nosotros y solo involucran a otros de manera incidental. Sin embargo, el orgullo de la vida no puede existir si no tiene que ver con otras personas. Pretende crear una sensación de envidia, de rivalidad y de ardientes celos en los corazones de otras personas, y nos causa placer hacerles esto a esas personas. Es el deseo de ser más brillantes o tener una posición superior a la de otra persona.

¿Qué dice Juan acerca de esto? Juan no dice: “No tengáis nada que hacer con ninguna de estas cosas”. Pero lo que sí dice es: “No améis estas cosas, no pongáis vuestros corazones en ellas, no las consideréis importantes. No os dediquéis a amontonar cosas, no améis los lujos y la comodidad, y no os esforcéis por ser más brillantes que otras personas”. ¡Con gran sutileza pretende toda esta filosofía llamarnos la atención! Cuando amamos estas cosas, la importancia que les damos suscita nuestro mayor interés, y descubrimos que estamos invirtiendo en ellas una gran parte de nuestro dinero; ocupan un lugar prioritario en nuestros pensamientos, de manera que estamos soñando constantemente con aquellas cosas nuevas que esperamos poder conseguir, y es entonces cuando estamos en peligro, en terrible peligro. Esto es lo que el apóstol quiere dejar perfectamente claro.
Padre, abre mis ojos para que pueda verme a mí mismo. Haz que pueda escuchar la penetrante pregunta del Espíritu Santo: “¿En qué has puesto realmente tu corazón? ¿Cuál es tu verdadero amor?”

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