Grandes y maravillosas son tus obras, Señor Dios Todopoderoso; justos y verdaderos son tus caminos, Rey de los santos. (Apocalipsis 15:3)
Ese día los redimidos resplandecerán con la gloria del Padre y el Hijo. Los ángeles del cielo, tocando sus áureas arpas, darán la bienvenida al Rey, y a los trofeos de su victoria, que serán los seres lavados y emblanquecidos en la sangre del Cordero. Surgirá un himno de victoria que henchirá el cielo. Cristo ha vencido. Entra en los atrios celestiales acompañado por sus redimidos, testigos de que no fue vana su misión de sufrimiento y sacrificio.
Muy por encima de la ciudad, sobre un cimento de oro bruñido, hay un trono alto y encumbrado. En el trono está sentado el Hijo de Dios, y en torno suyo están los súbditos de su reino. Ningún lenguaje, ninguna pluma puede expresar ni describir el poder y la majestad de Cristo. La gloria del Padre Eterno envuelve a su hijo. El esplendor de su presencia llena la ciudad de Dios, rebosando más allá de las puertas e inundando toda la tierra con su brillo.
Inmediatos al trono se encuentran los que fueron alguna vez celosos en la causa de Satanás, pero que, cual tizones arrancados del fuego, han seguido a su Salvador con profunda e intensa devoción. Luego vienen los que perfeccionaron su carácter cristiano en medio de la mentira y de la infidelidad, los que honraron la ley de Dios cuando el mundo cristiano la declaró abolida, y los millones de todas las edades que fueron martirizados por su fe. Y más allá está la “gran muchedumbre, que nadie podría contar, de entre todas las naciones, tribus y pueblos, y las lenguas…de pie ante el trono y delante del Cordero, revestidos de ropas blancas, y teniendo palmas en sus mano.” Su lucha ha terminado, han ganado, son victoriosos, han disputado el premio de la carrera y lo han ganado… En presencia de los habitantes de la tierra y del cielo reunidos, se efectúa la coronación final del Hijo de Dios.
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