Es cierto que, creyentes o ateos, todos los hombres son iguales ante la muerte. Desde la desobediencia del primer hombre, los cementerios dan testimonio de que la sentencia pronunciada por Dios con respecto a Adán se aplica a todos. “Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás” (Génesis 2:17). Si nuestro horizonte se limita a la tierra, podemos deducir que finalmente la fe o la incredulidad, la sabiduría o la insensatez, no tienen importancia. Pero no olvidemos que el hombre no es solo una materia física, y que cuando el polvo vuelve a la tierra, el espíritu vuelve a Dios que lo dio (Eclesiastés 12:7).
Desde esta perspectiva, el destino de cada uno es muy diferente. Para el que rechaza a Dios, no queda sino “una horrenda expectación de juicio” (Hebreos 10:27) y los remordimientos inútiles por no haber aceptado la salvación en el momento propicio. Pero para el que cree en Dios, está la promesa que Jesús hizo al ladrón arrepentido: “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23:43).
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