-Mamá…”, se escucha desde el asiento trasero y en voz baja, como una advertencia. Sé que mis hijos han detectado la suave desaceleración de nuestra camioneta.
-“Solo quiero ver”, les digo. “No os preocupéis”.
Pero ellos ya lo han vivido antes. Ven que desacelero para mirar y hacer una evaluación del mueble que está en la acera, la mayoría de las veces, la acera de nuestros vecinos.¿Es interesante?, ¿es útil?,¿dónde podría ponerlo? Y, lo más importante, ¿podríamos meterlo en el vehículo?
En este día todas las respuestas indican que sí. Mis hijos hoy no están de suerte, aunque realmente no necesito la ayuda de ellos; haré como lo hice el día en que recogí de la acera el tocador que tengo ahora. No. Esta pequeña rinconera de madera sin brillo y con patas excelentes que estoy rescatando, puede ser sacada de los desechos puestos en la acera y colocada fácilmente en el maletero de la camioneta con solo levantar rápidamente mi brazo.
“Nadie lo vio”, les digo a mis hijos mientras cierro la puerta del coche y me pongo el cinturón de seguridad. “Esta mesa va a quedar muy bien junto al sillón de la sala”.
Mis hijos tuercen los ojos y sacuden la cabeza mientras me miran y piensan...¡qué bochorno!, mamá recogedora de basura. Pero no importa. Aunque ellos no aprecian esto ahora, les estoy enseñando lecciones esenciales para la vida al rescatar las cosas que encuentro en la calle.
Lo sé, porque hace tiempo yo también las aprendí. Cuando era una niña, asistía a una iglesia llena de hombres que trabajaban recogiendo basura (no estoy siendo sexista: es que no puedo recordar a una sola mujer de mi iglesia que lo hiciera). Dicho esto, el padre de mi mejor amigo nos sacó a pasear una vez en su camión de basura; fue una de las mejores noches que pasé en Chicago. ¡Quién lo diría!
Gracias a las cosas que habían encontrado, esas familias me enseñaron algo en cuanto al ahorro, y a vivir en un hogar lleno de objetos que cuentan historias, y sobre el amor y el corazón de Dios.
En mi iglesia, que estaba en un suburbio, varias familias eran verdaderas compañías recolectoras de basura; los papás trabajaban en agotadores turnos matutinos recogiendo basura. Y parecía que todos los chicos que yo conocía, tenían una historia que contar en cuanto a las cosas magníficas que sus papás habían encontrado: una bolsa con dinero suelto; artículos de oficina “perfectamente buenos” y resmas de papel; alimentos enlatados “apenas caducados”; una hermosa, aunque tambaleante, estantería... Eran cosas que llevaban a sus casas, que utilizaban, y de las que presumían.
Como niña que era, eso podía haberme provocado nauseas. Solo la idea de que la basura de otra persona estuviera en mi casa...¡qué escalofrío!
Sin embargo, por alguna razón, algo caló en mí profundamente. Porque gracias a las cosas que esos hombres habían encontrado, esas familias me enseñaron algo en cuanto al ahorro, a la conservación y a vivir en un hogar lleno de objetos que cuentan historias, y sobre el amor y el corazón de Dios.
Si les digo la verdad, tengo solo unos pocos muebles recogidos de las aceras. El resto de los muebles que hay en mi casa son muy antiguos, tienen salpicaduras, están gastados y no combinan; son muebles que han pasado de una generación a otra, sacados de los sótanos de las casas de las tías y de áticos de las casas de nuestros padres. Me encantan las historias que esos muebles cuentan acerca de la tradición familiar, de los recuerdos, buenos y malos, que evocan. Me encanta que mis hijos se sienten a comer en la misma mesa que su papá usaba siendo niño. Y me encanta formar filas de libros en estantes que una vez albergaron las preciosas chucherías que mi abuela traía de sus viajes. El mero hecho de tener estas cosas en mi casa garantiza conversaciones en cuanto a quienes vivieron antes que nosotros, y que ya se marcharon.
Pero tengo que confesar que hay algo diferente, algo especial en ese tocador, esa mesita, las estanterías, esa rara silla desencajada y el piano que rescaté de la basura. Porque a pesar de que inspiran anécdotas cómicas por sí solos (un tanto vergonzosas para mis niños), en realidad, las historias que esos objetos cuentan son las de rescate y redención; de haber estado perdidos y haber sido encontrados; de haber sido desechados y recibidos con satisfacción. Y, sin excepción, estas son mis historias favoritas.
La esencia del ahorro y de la conservación es más que simplemente “no derroches, no desees”, sino más bien la restauración y el recibimiento con agrado de lo que había sido desechado.
Probablemente, porque es también mi historia —la de todos en realidad, la de quienes estuvimos perdidos y fuimos encontrados; de quienes fuimos rescatados y redimidos. Todo esto nos ayuda a conocer el amor y el corazón de Dios —un Dios que se especializa en buscar y redimir lo desechado para darle después una calurosa bienvenida.
Por tanto, mis hijos no sabrán lo que es tener un juego de muebles que no combinan. Tal vez un día se desquitarán con una gran compra cuando tengan sus propias casas y quieran combinar los colores. Pero tengo la esperanza de que no será así. Tengo la esperanza de que, a pesar de lo avergonzados que los hago sentir cuando desacelero nuestro vehículo para admirar los ejes de un tocador, o se pregunten si tenemos espacio para una estantería más (¿y quién no se lo pregunta?), algo esté calando profundamente en ellos. Algo, de hecho, que va más allá de los muebles, y directamente a sus corazones: que la esencia del ahorro y de la conservación es más que simplemente “no derroches, no desees”, sino más bien la restauración y la recepción con agrado de lo que había sido desechado. Tengo la esperanza de que entiendan que, cuando reutilizamos y reciclamos, reflejamos a un Dios que, como dijo mi pastor hace poco, nada tiene que ver con todas las cosas nuevas, sino con hacer nuevas todas las cosas (Apocalipsis 21.5). Cuando damos la bienvenida a lo desechado y a lo desigual imitamos a Jesús, quien hizo lo mismo con un grupo de discípulos, y quien hace lo mismo con nosotros. Después de todo, recuerdo que Dios disminuyó la velocidad para mirarnos, cuando estábamos solos y andrajosos en una acera de la vida. Luego, sin ni siquiera hacer una pregunta en cuanto a nuestro valor o utilidad, extendió una mano y nos llevó a su casa.
-“Solo quiero ver”, les digo. “No os preocupéis”.
Pero ellos ya lo han vivido antes. Ven que desacelero para mirar y hacer una evaluación del mueble que está en la acera, la mayoría de las veces, la acera de nuestros vecinos.¿Es interesante?, ¿es útil?,¿dónde podría ponerlo? Y, lo más importante, ¿podríamos meterlo en el vehículo?
En este día todas las respuestas indican que sí. Mis hijos hoy no están de suerte, aunque realmente no necesito la ayuda de ellos; haré como lo hice el día en que recogí de la acera el tocador que tengo ahora. No. Esta pequeña rinconera de madera sin brillo y con patas excelentes que estoy rescatando, puede ser sacada de los desechos puestos en la acera y colocada fácilmente en el maletero de la camioneta con solo levantar rápidamente mi brazo.
“Nadie lo vio”, les digo a mis hijos mientras cierro la puerta del coche y me pongo el cinturón de seguridad. “Esta mesa va a quedar muy bien junto al sillón de la sala”.
Mis hijos tuercen los ojos y sacuden la cabeza mientras me miran y piensan...¡qué bochorno!, mamá recogedora de basura. Pero no importa. Aunque ellos no aprecian esto ahora, les estoy enseñando lecciones esenciales para la vida al rescatar las cosas que encuentro en la calle.
Lo sé, porque hace tiempo yo también las aprendí. Cuando era una niña, asistía a una iglesia llena de hombres que trabajaban recogiendo basura (no estoy siendo sexista: es que no puedo recordar a una sola mujer de mi iglesia que lo hiciera). Dicho esto, el padre de mi mejor amigo nos sacó a pasear una vez en su camión de basura; fue una de las mejores noches que pasé en Chicago. ¡Quién lo diría!
Gracias a las cosas que habían encontrado, esas familias me enseñaron algo en cuanto al ahorro, y a vivir en un hogar lleno de objetos que cuentan historias, y sobre el amor y el corazón de Dios.
En mi iglesia, que estaba en un suburbio, varias familias eran verdaderas compañías recolectoras de basura; los papás trabajaban en agotadores turnos matutinos recogiendo basura. Y parecía que todos los chicos que yo conocía, tenían una historia que contar en cuanto a las cosas magníficas que sus papás habían encontrado: una bolsa con dinero suelto; artículos de oficina “perfectamente buenos” y resmas de papel; alimentos enlatados “apenas caducados”; una hermosa, aunque tambaleante, estantería... Eran cosas que llevaban a sus casas, que utilizaban, y de las que presumían.
Como niña que era, eso podía haberme provocado nauseas. Solo la idea de que la basura de otra persona estuviera en mi casa...¡qué escalofrío!
Sin embargo, por alguna razón, algo caló en mí profundamente. Porque gracias a las cosas que esos hombres habían encontrado, esas familias me enseñaron algo en cuanto al ahorro, a la conservación y a vivir en un hogar lleno de objetos que cuentan historias, y sobre el amor y el corazón de Dios.
Si les digo la verdad, tengo solo unos pocos muebles recogidos de las aceras. El resto de los muebles que hay en mi casa son muy antiguos, tienen salpicaduras, están gastados y no combinan; son muebles que han pasado de una generación a otra, sacados de los sótanos de las casas de las tías y de áticos de las casas de nuestros padres. Me encantan las historias que esos muebles cuentan acerca de la tradición familiar, de los recuerdos, buenos y malos, que evocan. Me encanta que mis hijos se sienten a comer en la misma mesa que su papá usaba siendo niño. Y me encanta formar filas de libros en estantes que una vez albergaron las preciosas chucherías que mi abuela traía de sus viajes. El mero hecho de tener estas cosas en mi casa garantiza conversaciones en cuanto a quienes vivieron antes que nosotros, y que ya se marcharon.
Pero tengo que confesar que hay algo diferente, algo especial en ese tocador, esa mesita, las estanterías, esa rara silla desencajada y el piano que rescaté de la basura. Porque a pesar de que inspiran anécdotas cómicas por sí solos (un tanto vergonzosas para mis niños), en realidad, las historias que esos objetos cuentan son las de rescate y redención; de haber estado perdidos y haber sido encontrados; de haber sido desechados y recibidos con satisfacción. Y, sin excepción, estas son mis historias favoritas.
La esencia del ahorro y de la conservación es más que simplemente “no derroches, no desees”, sino más bien la restauración y el recibimiento con agrado de lo que había sido desechado.
Probablemente, porque es también mi historia —la de todos en realidad, la de quienes estuvimos perdidos y fuimos encontrados; de quienes fuimos rescatados y redimidos. Todo esto nos ayuda a conocer el amor y el corazón de Dios —un Dios que se especializa en buscar y redimir lo desechado para darle después una calurosa bienvenida.
Por tanto, mis hijos no sabrán lo que es tener un juego de muebles que no combinan. Tal vez un día se desquitarán con una gran compra cuando tengan sus propias casas y quieran combinar los colores. Pero tengo la esperanza de que no será así. Tengo la esperanza de que, a pesar de lo avergonzados que los hago sentir cuando desacelero nuestro vehículo para admirar los ejes de un tocador, o se pregunten si tenemos espacio para una estantería más (¿y quién no se lo pregunta?), algo esté calando profundamente en ellos. Algo, de hecho, que va más allá de los muebles, y directamente a sus corazones: que la esencia del ahorro y de la conservación es más que simplemente “no derroches, no desees”, sino más bien la restauración y la recepción con agrado de lo que había sido desechado. Tengo la esperanza de que entiendan que, cuando reutilizamos y reciclamos, reflejamos a un Dios que, como dijo mi pastor hace poco, nada tiene que ver con todas las cosas nuevas, sino con hacer nuevas todas las cosas (Apocalipsis 21.5). Cuando damos la bienvenida a lo desechado y a lo desigual imitamos a Jesús, quien hizo lo mismo con un grupo de discípulos, y quien hace lo mismo con nosotros. Después de todo, recuerdo que Dios disminuyó la velocidad para mirarnos, cuando estábamos solos y andrajosos en una acera de la vida. Luego, sin ni siquiera hacer una pregunta en cuanto a nuestro valor o utilidad, extendió una mano y nos llevó a su casa.
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