viernes, 26 de agosto de 2016

Estoy bien

“De paz inundada mi senda ya esté, /O cúbrala un mar de aflicción, /Mi suerte cualquiera que sea, diré: /Alcancé, alcancé salvación.” He cantado este himno de Horatio Spafford muchas veces. La mayoría de ellas en aquella pequeña congregación del Reparto Rocafort en La Habana. Una iglesia que, sin importar qué tonada evangélica estuviera en boga, seguía aferrada a los elocuentes himnos de siglos pasados. Recuerdo cómo surgía la melodía del himno del repique de las teclas de aquel viejo piano maltrecho que teníamos, la cadencia pasiva de la congregación y nuestro coro de hermanos inexpertos y maravillosos. Las lágrimas afloraban en las mejillas de varones y mujeres cuando empezaba la segunda estrofa: “Ya venga la prueba o me tiente Satán, /No amenguan mi fe ni mi amor; / Pues Cristo comprende mis luchas, mi afán / Y su sangre vertió en mi favor.” Era yo apenas un adolescente que comenzaba su andadura en la fe por aquellos tiempos, pero esos rostros llenos de serenidad me transmitían una indescriptible paz y gratitud que no se pueden traducir en palabras.
Había cantado muchas veces aquella tercera estrofa, pero ignoraba qué experiencia había dado lugar a semejante texto: “Feliz yo me siento al saber que Jesús, /Libróme del yugo opresor; /Quitó mi pecado, clavólo en la cruz, /Gloria demos al buen Salvador.” El final del himno no podía ser más emotivo. Es una declaración de fe vigorosa, y una proclamación escatológica sobre el Rey que vuelve. Es un canto al contentamiento y la esperanza: “La fe tornaráse en gran realidad /Al irse la niebla veloz; /Desciende Jesús con su gran majestad,/¡Aleluya! Estoy bien con mi Dios.”
Conocería la historia del himno más tarde y entendería por qué aquellas palabras me llegaban tan adentro del alma. Sus estrofas no fueron escritas desde un cómodo diván al pie de una chimenea en una preciosa tarde invernal, sino desde el camarote de un barco en circunstancias muy sombrías. Corría el año 1873, y Horatio Spafford había perdido mucho de su negocio con el gran incendio de Chicago de dos años atrás, y se proponía visitar Inglaterra para asistir a una serie de reuniones evangelísticas que conducía su amigo Moody. Por asuntos a amañar a última hora, envió a su esposa y sus cuatro hijas en el SS Ville du Havre, rumbo a Inglaterra, y él se les uniría a la semana siguiente. Mientras el barco cruzaba el Atlántico, colisionó con otro barco y se hundió en 12 minutos. Sus cuatro hijas se ahogaron y solo su esposa sobrevivió. Ella envió un telegrama desde Gales que decía: “Salvada sola.”
Spafford se embarcó en la primera nave que encontró para ir a buscar a su atormentada esposa. Mientras surcaban el Océano, el capitán del barco lo fue a buscar para mostrarle dónde había sido la tragedia. Fue entonces cuando Horatio compuso el himno que hoy rememoramos. Un himno que refleja la confianza en la bondad de Dios aún en los momentos más dolorosos. No es de extrañar que la División de manuscritos de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos tenga archivado el original del himno de Spafford. Hay que hacer acopio de mucho valor y tener una comprensión profunda de la fe, para escribir algo así en medio de una tragedia tan horrible.
Esta mañana me he levantado cantando este viejo himno. Me detengo en cada estrofa, e intento aprender de la fe de Horatio; una fe que no cuestiona, que no juzga a Dios, que no se enoja por lo incomprensible. Solo una fe robustecida en las promesas de Dios puede decir en medio de la tragedia: estoy bien, gloria a Dios. Solo una persona que conoce a Jesús es capaz de tanta serenidad en un tempestuoso “mar de aflicción.” Una fe así brota de un corazón que ama a Dios y cuya seguridad se encuentra en Él y solo en Él.

La vida puede venir con sorpresas indeseables: una enfermedad incurable, la muerte de un ser querido, la rebeldía de un hijo, la traición de un cónyuge, sufrir la injusticia, padecer el desempleo, sufrir por el evangelio y un largo etcétera. No podemos programar el dolor, no podemos planificar qué día del año vamos a permitirnos una adversidad. Simplemente llegará, Jesús lo dijo: En el mundo tendréis aflicción” (Juan 16:33). No podemos engañarnos pensando que por ser cristianos ya no vivimos en un mundo caído e inestable, que somos inmunes al dolor. La cuestión es si mi fe estará apta para atravesar momentos de desventura y aflicción. Solo si lo conocemos, si andamos día a día de su mano, si lo amamos con la mente, con todas nuestras fuerzas y con todo el corazón; solo así podremos decir en cualquier momento, bueno o trágico: ¡Aleluya! Estoy bien con mi Dios.

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