Este hombre (Jesús) hace muchas señales. Si le dejamos así, todos creerán en él; y vendrán los romanos, y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación. Entonces Caifás les dijo: Nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación perezca. Juan 11:47-50
Cerca de Jerusalén, Jesús hizo un milagro, algo inimaginable: resucitó a Lázaro, quien había muerto hacía cuatro días. Grande fue la emoción y la inquietud de la clase dirigente judía, pues los testigos de esta resurrección aumentarían el número de los que creían en Jesús, quien se presentaba como el Mesías, el rey de los judíos.
Cerca de Jerusalén, Jesús hizo un milagro, algo inimaginable: resucitó a Lázaro, quien había muerto hacía cuatro días. Grande fue la emoción y la inquietud de la clase dirigente judía, pues los testigos de esta resurrección aumentarían el número de los que creían en Jesús, quien se presentaba como el Mesías, el rey de los judíos.
En vez de examinar a la luz de las Santas Escrituras si las palabras y los hechos de Jesús confirmaban lo que Él decía ser, los jefes temían su creciente notoriedad.
La adhesión del pueblo a su discurso corría el riesgo de alejarlo de la religión oficial. Y Caifás, el principal de entre ellos, sugirió dar muerte a Jesús para salvar su lugar de culto y su nación. En esto violaba este mandamiento: “No harás injusticia en el juicio” (Levítico 19:15, 35).
Preservar la unidad de la nación solo era un pretexto, pues lo que realmente querían era conservar su posición social personal y sus privilegios. Pero todos aceptaron cometer una injusticia irreparable: condenar a muerte a un inocente, al único justo que existió en esta tierra. Presionaron a Pilatos para que crucificara a Aquel que, de ningún modo, merecía la muerte. Así se cumplió lo que Jesús dijo: “La luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Juan 3:19). Pero la muerte de Jesús se convirtió en el medio de salvación eterna para todos los que depositan su confianza en Él.
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