lunes, 4 de enero de 2016

Gente venenosa

Hace poco más de tres años, me llamaron a trabajar a una empresa en la que me ofrecieron cosas que en ese momento no tenía. Yo creía que los conocía y que tenía una buena relación con esa gente, pero no me daba cuenta entonces, del infierno en el que me estaba metiendo. Hoy puedo decir que a pesar de la tremenda decepción y de la tristeza que durante mucho tiempo embargó mi corazón, la experiencia, de la mano de Dios, valió la pena. Esto de ninguna manera le da crédito a mis jefes, toda vez que es Dios quien me sostuvo durante todo el tiempo.
Pero dos cosas pude observar: una, que salvo excepciones, había empleados que llevaban mucho tiempo en esa empresa, más de diez años. La otra, es que constantemente era violada la autoestima de esas personas, pues solían ser de de poco estudio o preparación. Ese había sido el motivo de su prolongada estadía en la empresa. Creían que si se iban de allí no tenían a dónde ir y que no servían para otra cosa, que lo que les pagaban allí en ninguna parte se lo iban a pagar, por lo que eran ellos mismos los que,... ¡en fin!
Cuando llegué a ese sitio, sentí como si me hubieran subido a un pedestal de perfección, precisión y eficiencia. Pero pronto descubrieron que yo resultaba ser un humano normal, con días brillantes y con días negros; con aciertos y errores, con certezas y dudas. Que sí, sabía unas cuántas cosas, conocía bien mi trabajo, pero también tenía mucho que aprender. Con la misma vehemencia con que me subieron a un pedestal, me bajaron y me enterraron bajo una montaña de basura.
Pero lo peor de todo fue, que de repente yo mismo me encontré haciendo lo mismo. En cierta oportunidad, mi hija me estaba mostrando el boletín trimestral de calificaciones de su escuela. En varias asignaturas había mantenido el promedio, en otras, inclusive había mejorado, pero en dos había bajado la nota. Me fijé en esas dos y se lo hice notar de forma despectiva. En un momento no la vi más. Se había encerrado en su habitación a llorar.
De improviso, aquel día se encendió un “semáforo rojo” en mi vida. Después de pedirle perdón a mi hija y de animarla porque en general había mejorado, pero que era necesario no descuidar esas bajas, caí en la cuenta de que el mismo desprecio que estaba recibiendo en el trabajo, lo estaba incorporando en mi vida y llevándolo al mismísimo seno de mi familia como una enfermedad cruel y contagiosa.
Hay personas a las que les interesa que tú mismo creas que eres un tonto o poca cosa. Es una manera mediocre de tenerte bajo su control, pero altamente corrosiva y dañina, que se extiende como mancha de ácido corrompiendo y destruyendo todo lo que toca.
Hay muchas personas así, pero ¡cuidado! Como un perro rabioso que muerde y contagia con su mordedura la enfermedad, así ocurre con nosotros. Cuando somos mordidos por el perro del desprecio, de la descalificación, cuando nuestra propia autoestima resulta denostada, si no hacemos algo al respecto, la enfermedad pronto nos invadirá.

Si en tu trabajo, familia, o en el ámbito en que te mueves, sufres este tipo de trato, vete pronto en oración a Dios para que te lo muestre y te ayude, porque es muy probable que ya seas portador de este cruel virus que no se ve en el microscopio, pero que es capaz de convertir tu vida en una muerte lenta.

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