Vi un gran número de ángeles que traían de la ciudad gloriosas coronas: una corona para cada santo con su nombre escrito. A medida que Jesús requería las coronas, los ángeles se las presentaban, y con su propia mano derecha, el amante Jesús colocaba las coronas sobre las cabezas de sus santos. De la misma manera, los ángeles trajeron las arpas, y Jesús las presentó también a los santos. Los ángeles que dirigían, dieron el tono primeramente, y luego toda voz se elevó en alabanza agradecida y feliz, y toda mano se deslizó diestramente sobre las cuerdas de las arpas, arrancando una melodiosa música en ricos y perfectos acentos.
En la ciudad había todo lo que podía alegrar la vista. Por todas partes los ojos vieron abundante gloria. Entonces Jesús miró hacia sus santos redimidos; sus rostros estaban radiantes de gloria; y a medida que fijaba en ellos sus ojos amorosos, dijo, con voz exquisita y musical: “Veo el trabajo de mi alma y estoy satisfecho. Esta abundante gloria es vuestra, para que la gocéis eternamente. Vuestras tristezas han terminado. Ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor”…
Vi entonces a Jesús conduciendo a su pueblo hacia el árbol de la vida… En el árbol de la vida había hermosos frutos, de los cuales los santos podían participar libremente. En la ciudad había un trono muy glorioso, del cual procedía un río puro de agua de la vida transparente como cristal. A cada lado de ese río estaba el árbol de la vida, y sobre las orillas del río había otros árboles hermosos cargados de frutos…
El lenguaje humano es completamente inadecuado para intentar hacer una descripción del cielo. Cuando la escena se presenta ante mí, quedo pasmada de asombro. Arrebatada por ese supremo esplendor y esa excelente gloria, exclamo: “¡Oh, qué amor! ¡Qué maravilloso amor!” El lenguaje más exaltado no puede describir la gloria del cielo, ni las incomparables profundidades del amor de un Salvador.
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