En mi caso, escribí las metas que deseaba alcanzar ese año en un lugar lo suficientemente visible como para no olvidarlo y tenerlo siempre presente. Cada principio de año realizo el mismo “ritual” y al finalizarlo, las vuelvo a revisar para evaluar cuáles fueron cumplidas y cuáles se seguirán proyectando para el año entrante. Me parece un buen ejercicio personal.
Todas estas intenciones me parecen excelentes para empezar el año, y si aún no lo has hecho, estás a tiempo de realizar tu lista y ponerla en un sitio en donde constantemente te sean recordadas, de manera que puedas proyectar y orientar los meses venideros. Y esta es una de las cosas que más me gusta de los años nuevos, las expectativas que tenemos sobre lo que vendrá y la esperanza de cambio que anidamos en nuestros corazones.
Lo que ya no me parece excelente, ni siquiera bueno, es como vamos perdiendo este entusiasmo inicial. Es muy probable que muchas de las cosas que deseamos no sean muy fáciles de conseguir o requieran un esfuerzo adicional de nuestra parte, un esfuerzo que en ocasiones puede llegar a incomodarnos, por el trabajo que requiere o por lo difícil que se ve el panorama. Aunque más allá de esta realidad, el desafío real es no rendirse, no desanimarse ni decepcionarse.
Es inevitable que la euforia de la medianoche inicial nos haga ver todo posible, como también lógico que el enfriamiento producido al enfrentarnos con la realidad nos haga ver todo imposible. Claro, si lo vemos con estos “ojos”... salimos perdiendo, pero con los “ojos de la fe” salimos ganando. Cada vez que creemos con fuerza que algo que no vemos va a ser hecho, ese es un acto de fe. Esta fe es la que nos debe acompañar siempre, fe en Dios, fe en nosotros y fe en que lograremos cumplir las metas que nos propusimos, no porque seamos un ejemplo de convicción y perseverancia, sino, y esto es lo importante, porque creemos en alguien que sí lo es, su nombre es Cristo.
Lo que ya no me parece excelente, ni siquiera bueno, es como vamos perdiendo este entusiasmo inicial. Es muy probable que muchas de las cosas que deseamos no sean muy fáciles de conseguir o requieran un esfuerzo adicional de nuestra parte, un esfuerzo que en ocasiones puede llegar a incomodarnos, por el trabajo que requiere o por lo difícil que se ve el panorama. Aunque más allá de esta realidad, el desafío real es no rendirse, no desanimarse ni decepcionarse.
Es inevitable que la euforia de la medianoche inicial nos haga ver todo posible, como también lógico que el enfriamiento producido al enfrentarnos con la realidad nos haga ver todo imposible. Claro, si lo vemos con estos “ojos”... salimos perdiendo, pero con los “ojos de la fe” salimos ganando. Cada vez que creemos con fuerza que algo que no vemos va a ser hecho, ese es un acto de fe. Esta fe es la que nos debe acompañar siempre, fe en Dios, fe en nosotros y fe en que lograremos cumplir las metas que nos propusimos, no porque seamos un ejemplo de convicción y perseverancia, sino, y esto es lo importante, porque creemos en alguien que sí lo es, su nombre es Cristo.
Jesús siempre fue un reflejo de un entusiasmo mantenido en el tiempo. Él nunca bajó los brazos ni señaló no creer que cumpliría sus metas; es más, cuando fue tentado o cuando se sintió presionado, no abandonó nunca la GRAN meta que se había trazado: Salvar a la humanidad. Si nos ponemos a pensar,... a menos que tengamos un trastorno psicológico en el que creamos que somos el Mesías, ninguna de nuestras metas es mayor a ésa, porque ha sido la más ambiciosa de todas y lo seguirá siendo por siempre, hasta el fin de los tiempos.
Está claro que si comparamos nuestra voluntad con la de Jesús salimos perdiendo, obviamente, pero lo tenemos a Él de aliado, es Él quien nos ayuda a cumplir nuestras metas, y si Él fue capaz de cumplir esa TREMENDA meta, ¡vayámonos a lo seguro y pidámosle así, que nos ayude en el cumplimiento de las nuestras!
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