Hace un par de años mi padre tuvo un problema de salud que hoy lo tiene postrado. Cuando comenzó la enfermedad, de día y de noche pensaba en él, en su situación y en las consecuencias que traería a su vida y a la de la familia. Yo estaba en período de pruebas y exámenes finales en la universidad, lo que me tenía aún más abrumada. En medio de un viaje rápido para visitar a mi padre, la desolación y desesperanza llamaron a mi puerta. Creo que nunca me sentí así antes y tampoco después; fue como si la esperanza “desapareciera” de mi cuerpo y escogiera otro domicilio.
Volví a mis quehaceres universitarios y todo marchaba normal, como rutina en estas instituciones; debía juntarme a hacer trabajos de grupo y preparar exposiciones, sin tener ganas ni siquiera de levantarme. Cada vez que mis compañeras me citaban a sesiones largas de trabajo, o debía trasnochar haciendo algún ensayo, me encolerizaba pensando en la poca empatía hacia mi persona por parte de mis profesores y compañeras de carrera. Lloraba de angustia al sentir que debía continuar con el ritmo de siempre, pero cada vez con menos energía de la habitual. Era frustrante y agotador.
Volví a mis quehaceres universitarios y todo marchaba normal, como rutina en estas instituciones; debía juntarme a hacer trabajos de grupo y preparar exposiciones, sin tener ganas ni siquiera de levantarme. Cada vez que mis compañeras me citaban a sesiones largas de trabajo, o debía trasnochar haciendo algún ensayo, me encolerizaba pensando en la poca empatía hacia mi persona por parte de mis profesores y compañeras de carrera. Lloraba de angustia al sentir que debía continuar con el ritmo de siempre, pero cada vez con menos energía de la habitual. Era frustrante y agotador.
Estaba en ese estado, cuando vino a mí la frase de mi madre “la vida sigue igual”, y recapacité y comprendí que el mundo no se detiene ni debe detenerse a causa de mi dolor o desesperanza. El resto de la gente que me rodeaba estaba perfectamente saludable, con la energía precisa para trabajar, y no era su culpa, ni la mía, que mi padre hubiese enfermado precisamente en época de exámenes. No se imaginan cómo esto le dio paz a mi corazón. Mi sentimiento de culpa por no estar junto a mi padre y dedicarme a la universidad desapareció, y cuando aparece nuevamente, recuerdo exactamente la frase de mi madre, “la vida sigue igual”.
No es que no haya que dolerse del dolor ajeno, sino que lo importante es la actitud que tomemos ante la adversidad. Podemos pararnos justo al borde del abismo y pensar en que en algún momento caeremos, o podemos pensar en cómo atravesar al otro lado.
Estar comprometido con el sufrimiento ajeno o con el propio, no implica paralizar nuestras vidas en función de ese hecho que origina esta amargura, como tampoco es esperar que el resto del mundo pare su vida para acompañarnos; es irreal y fantasioso pensar que esto ocurrirá así. La única persona que puede estar allí para nosotros es Jesús, ¡pero Él tampoco paraliza su vida! Sigue haciendo su trabajo, sigue bendiciendo vidas, escuchando peticiones, derramando sanidad, haciendo pactos eternos. ¿Se imaginan que Jesús se hubiese entristecido porque sus discípulos lo lloraron muy poco tiempo? ¿O que les hubiese pedido que se quedaran al lado de su sepulcro miles de horas vigilando su resurrección? Jesús dejó al Consolador, a Su Espíritu Santo, para que nos acompañara en aquellos momentos difíciles, pero éste tampoco es estático o gira en torno a nosotros. El Espíritu Santo está todo el día trabajando y continúa haciendo Su obra en nosotros, aunque deseemos espacios de quietud y calma; no se mueve de acuerdo a nuestra necesidad, sino de acuerdo a Sus propios planes y tiempos.
Si llegase a suceder otro evento en tu vida que te incitara a esperar que el mundo se detuviese, recuerda que Jesús es movimiento, es dirección y siempre está avanzando. Quítale la pausa a tu vida, y tampoco esperes que el resto se mueva a tu ritmo y a tus tiempos, lo único que importa es el plan que hay detrás del sufrimiento, porque al otro lado del abismo…
No es que no haya que dolerse del dolor ajeno, sino que lo importante es la actitud que tomemos ante la adversidad. Podemos pararnos justo al borde del abismo y pensar en que en algún momento caeremos, o podemos pensar en cómo atravesar al otro lado.
Estar comprometido con el sufrimiento ajeno o con el propio, no implica paralizar nuestras vidas en función de ese hecho que origina esta amargura, como tampoco es esperar que el resto del mundo pare su vida para acompañarnos; es irreal y fantasioso pensar que esto ocurrirá así. La única persona que puede estar allí para nosotros es Jesús, ¡pero Él tampoco paraliza su vida! Sigue haciendo su trabajo, sigue bendiciendo vidas, escuchando peticiones, derramando sanidad, haciendo pactos eternos. ¿Se imaginan que Jesús se hubiese entristecido porque sus discípulos lo lloraron muy poco tiempo? ¿O que les hubiese pedido que se quedaran al lado de su sepulcro miles de horas vigilando su resurrección? Jesús dejó al Consolador, a Su Espíritu Santo, para que nos acompañara en aquellos momentos difíciles, pero éste tampoco es estático o gira en torno a nosotros. El Espíritu Santo está todo el día trabajando y continúa haciendo Su obra en nosotros, aunque deseemos espacios de quietud y calma; no se mueve de acuerdo a nuestra necesidad, sino de acuerdo a Sus propios planes y tiempos.
Si llegase a suceder otro evento en tu vida que te incitara a esperar que el mundo se detuviese, recuerda que Jesús es movimiento, es dirección y siempre está avanzando. Quítale la pausa a tu vida, y tampoco esperes que el resto se mueva a tu ritmo y a tus tiempos, lo único que importa es el plan que hay detrás del sufrimiento, porque al otro lado del abismo…
No hay comentarios:
Publicar un comentario