Jesús había ido a Betania, a casa de Simón, al que llamaban el leproso. Mientras estaba sentado a la mesa, llegó una mujer que llevaba un frasco de alabastro lleno de perfume de nardo puro, de mucho valor. Rompió el frasco y derramó el perfume sobre la cabeza de Jesús. (Marcos 14.3)
Siempre llama la atención por qué aquella mujer, que bien pudo haber sido María, la hermana de Lázaro, según lo narra Juan, tuviera que romper el frasco para derramar el perfume sobre Jesús.
Es de entender que los envases de aquellos días en nada se parecían a los que tenemos hoy. No existían los plásticos, ni las tapas con rosca, menos aún los perfumes con pulverizadores, ni los delicados frascos de vidrio que suelen contener los perfumes del día de hoy. Había que ingeniársela de otras maneras.
Para empezar, el perfume en cuestión debió ser aceite de esencia de nardo. Los aceites esenciales son muy concentrados y muy caros. En el laboratorio hay que trabajarlos con mucho cuidado si no quiere uno quedar impregnado de esencia de, ya sea cebolla, ajo, o jazmín por el resto del mes.
Otra característica es que se oxidan fácilmente al contacto con el oxígeno del aire, razón por la cual no conviene tenerlos expuestos al aire libre. El aceite de nardo, por su parte, siempre ha sido muy apreciado por su exquisito aroma y su alto precio. En la antigüedad, el aceite de nardo solía guardarse en pequeños envases, precisamente de alabastro, que era el mineral frecuentemente usado para estos menesteres. Pero lo interesante es que el frasco tenía la característica de tener un cuerpo angosto, y un cuello alargado y muy estrecho, que terminaba en una boca ancha. Esto con el fin de que no le entrara aire, y que el perfume saliera gota a gota. Que por lo mismo que era concentrado, nadie quería echarse encima todo el contenido del frasco.
Pero cuando aquella mujer llegó hasta Jesús, hizo lo que nadie imaginó: quebró el frasco, para que el perfume no saliera gota a gota, ¡sino que se derramara todo su contenido sobre Jesús! Obviamente, ella no tenía intenciones de escatimar.
Y es aquí donde se aprecia una maravillosa enseñanza. Escenifica la mejor ilustración de lo que es la adoración. En ella, el frasco de alabastro, con su contenido, ilustra el corazón del adorador. Cada uno de nosotros tenemos un llamado a ser adoradores ante Dios. A conectar nuestros corazones en una preciosa intimidad con Él. Para eso fuimos creados. Y cuanto más libre, profusa y extravagante sea nuestra adoración, más cerca estaremos de cumplir con ese destino. El ejemplo de esta mujer, adoradora, nos enseña cómo la mejor adoración es aquella que no escatima lo que hay en nuestro corazón. Sino que derrama todo lo que hay en él... todo, absolutamente todo... sin reservarnos nada, sin ocultar nada, sino exponiendo todo lo que hay en nosotros, exponiéndonos en una vulnerabilidad absoluta ante Dios, que nos permitirá conectarnos con Él en una intimidad en la que podremos disfrutar como nunca de su amor.
Romper el alabastro y derramar todo el perfume. Esa es la clave de un verdadero adorador.
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