El primer capítulo de Mateo muestra el linaje de Jesucristo: 42 generaciones que empiezan con el milagro del niño nacido a Abraham, y terminan con el milagro del ser divino que asume forma humana. En medio de la lista aparecen los nombres de un tramposo, de una prostituta, de un homicida, de reyes y de antiguos adoradores de ídolos. Todos estos hombres y mujeres fueron transformados por Dios, y ocuparon un lugar en la estirpe de nuestro Salvador. Dios protegió este linaje, a pesar de su utilización de la mentira, la guerra, el cautiverio, las vejaciones, etc..
Este es el mismo Dios que nos promete la vida eterna por medio de Jesucristo. La Biblia enumera una tras otra, las promesas de parte de Dios, y Segunda carta a los Corintios 1.20 nos asegura que todas sus promesas se cumplen en Cristo. A quienes hemos nacido de nuevo por la fe en el Señor Jesús, se nos ha dado un lugar permanente en la familia de Dios, que está garantizado por el Padre y el Hijo (Juan 10.28, 29). El Espíritu Santo nos es dado como sello de la promesa, lo que garantiza que recibiremos nuestra herencia eterna como hijos de Dios (2 Corintios 1.21, 22).
Pero para que la garantía de la vida eterna surta efecto, hay un solo requisito: Que iniciemos una relación personal con Cristo. El Señor mismo escribe nuestro nombre en el libro de la vida del Cordero (Apocalipsis 21.27). No hay más especificaciones que cumplir para que esta garantía surta efecto y seguirá efectiva para siempre. La vida eterna nos pertenece en el instante que nos convertimos en hijos de Dios. El Señor lo ha prometido, y podemos contar con ello. ¡Aleluya!
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