Yo valgo porque Dios me proveyó de valores
personales profundos, no tengo que ganármelos. El respeto a mí mismo se
nutre de estos valores que conozco y llevo dentro de mí. Poseo estos valores; son
míos.
Pero debo nutrirlos y cuidar de
ellos, ya que corro el peligro de que se deformen, amenazados como están, por
una sociedad orientada hacia el éxito material.
Si logro salvar las trampas que
conlleva este éxito, si no presumo de éxitos similares a expensas de los
demás, conservaré el respeto a mí mismo. Daré entonces más importancia a
aquellos actos que expresen mi valía, don maravilloso que me ha sido dado, pero
proyectándola hacia los otros. Esta es mi principal motivación, lo que me
impulsa a ser mejor en todo lo que puedo.
Mi valía es mi
mundo. Me comprometo y cumplo mi palabra. Esto es muy importante, es
crucial.
A los demás les digo: “Valgo
tanto como tú. Intercambiemos valores. Te ofrezco lo mejor de mí mismo,
esperando que me correspondas de la misma manera”.
Recordemos que lo interno es más lo importante. Aquellos que se interesan sólo por lo externo están condenados a
llevar una vida muy superficial.
No cabe duda de que si no nos
respetamos a nosotros mismos, respeto que va de la mano con el amor que también
nos tengamos, no sabremos respetar ni amar a los demás. Porque Dios nos creó a
imagen y semejanza suya, con una autoestima saludable, base para nuestras
relaciones con otras personas.
Cuando el enemigo de nuestras
almas logra dañar esta autoestima a través de traumas y relaciones fallidas,
lastima seriamente nuestra capacidad de relacionarnos. De ahí que haya tanta
gente incapaz hoy día de mantener relaciones saludables con otros. Sólo ven a los demás como medios para alcanzar sus fines del momento… pero al
final, esta misma gente se queda sola y vacía.
Pero como hijos de Dios, tenemos
una alternativa mucho más excelente. Si estamos luchando por respetarnos a
nosotros mismos, vayamos a la fuente de gracia, a nuestro Salvador, y
presentémoselo a quienes también le necesiten.
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