“Llévame a la roca que es más alta que
yo”
(Salmos 61:2)
En el estado de Utah, en Estados Unidos, hay un paraje
deslumbrante por su diversidad y colorido, a donde llegan cada año miles de
turistas para hacer fotos, respirar el aire puro de la naturaleza, hacer
senderismo, pasar el día en familia y un sinfín de otras actividades lejos de
las urbes ruidosas. "The Rock Canyon" destaca por sus elevadas y
rocosas montañas, sitios ideales para alpinistas del mundo entero que
encuentran en este exuberante lugar, un reto a vencer a la par que un deleite
de los sentidos. The Rock Canyon tiene en sus temibles laderas una curiosa
particularidad; no es una flor oriunda o un animal nativo, sino sillas. Sí,
sillas a docenas de metros de altura; ancladas a la roca hostil hay sillas
donde el alpinista fatigado puede hacer una parada.
La empinada
montaña se hace más suave, las escarpadas laderas son más benévolas porque en
la subida se puede parar y descansar mientras se disfruta del alucinante
paisaje. Es asombrosa la vista desde la mitad del trayecto a la cima. Se puede
ver lo ascendido y mirar con emoción lo que falta. Más que un deporte, aquello
se convierte en un viaje. Los entusiastas escaladores aprecian el descanso que
ofrecen estas sillas que otros, antes que ellos, pusieron con sumo cuidado para
que fueran resistentes y seguras. Estas sillas son tributos de la gentileza
y la filantropía. El viaje se hace entonces, grandemente gratificante debido a
aquellos escaladores anónimos, que hicieron un aporte nuevo para las
generaciones continuadoras.
Para el que no sea alpinista las sillas a medio camino le
parecerán sólo un detalle interesante, pero para los que sí lo son, esas sillas
son un bálsamo, un gran acierto, un remanso en la abrupta escalada. Un pequeño
descanso y una excelente vista natural bajo los pies, pueden ser muy útiles
para remontar con nuevos bríos. Al llegar a la cima conviene darles un poco de
crédito a esas sillas colocadas de forma estratégica y, sobre todo, a aquellos
que las pusieron para que otros hicieran el trayecto más fácilmente.
Cualquier persona, si
quiere llegar a la cima de algo en la vida, tiene que comenzar una difícil
escalada. No hace falta ser un amante de los deportes de riesgo ni ser un
buscador compulsivo de adrenalina, para incursionar en subidas peligrosas. Sí
tiene que ver con lo que eres por dentro, con ser una persona que no se
conforma con poco y que quiere conseguir más. Lo difícil es que a veces, en tu
deseo de ascender, no ayudan mucho los que subieron antes de ti, porque no
dejaron pistas de cómo hacerlo, ni un mapa, ni mucho menos, la descripción de un sitio donde
descansar en el camino a la meta. Quisieron poseer el logro para sí mismos como
avaros mercaderes del éxito.
Afortunadamente hay personas distintas, pocas, que te ayudarán a subir, y es más, algunos ni siquiera se enterarán de que lo hiciste. Dejaron un manual que no sabían que tú ibas a leer. Modelaron un ejemplo que tú ahora puedes imitar. Hablaron palabras de aliento y fe que te hicieron creer en la posibilidad real de lograr todo aquello que Dios te ha dicho. Ellos son los constructores de las sillas, valientes montañeros de lo imposible, que caminaron con Dios y dejaron su legado como herencia generosa.
La escalada es más llevadera cuando pensamos más en los que ayudan
que en los que no lo hacen. Aprecia esas sillas y a aquellos que las colocaron,
enfócate en los que te ayudan y deja a un lado el sentimiento de frustración
que transmiten los alpinistas egoístas. Incluso, si en tu escalada encuentras
que no hay sillas intermedias, constrúyelas. No pienses sólo en tu viaje, no te
conviertas en aquello que quieres combatir. El avance nunca se retrasa si
hacemos algo que ayudará a otros a avanzar, servir a los demás es la mejor
forma de avanzar. Nuestro servicio es de gregario, es la esencia de lo que
somos. Las conductas ególatras van en contra de nuestro diseño.
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