domingo, 11 de mayo de 2014

Canas

Me está floreciendo el almendro, solía decir mi papá al verse las primeras canas en el espejo. Era el silencioso, pero visible registro del paso del tiempo. Pero a él poco le importaba; luciendo sus impecables trajes de cachemir y su sombrero ladeado al estilo Gardel, recorría ágilmente pasillos y oficinas, cumpliendo sus labores de mensajero en una de las facultades de la Universidad Técnica. Nunca se rindió y vivió con risas y ganas, hasta que un fulminante infarto le mató, muy cerca de los ochenta años.
Todo pasa. Quedan atrás los placeres y los días. Aprendimos a hacerle fintas al dolor y a robarle a la vida algún ramo de sueños. A veces nos iba bien y prosperábamos en las cosas que se supone un hombre debe hacerlo. Otras, perdíamos el tiempo miserablemente y nos quedaba un sabor amargo, una agitación entre pecho y espalda. Crecían los hijos en medio de nuestros tropiezos con las complejas artes de criar. Las cosas que parecían tan sólidas, se disolvieron en un maremoto gigantesco y en la orilla quedaron dudas, preguntas, perplejidades. En una sola generación cambió todo y las instituciones, caídas sus rutilantes fachadas, dejaron a la vista su viejo gobierno de difuntos y flores marchitas.
A veces, se tiene la inexacta percepción de que, el mero hecho de haber vivido muchos años le hace a uno más sabio. Pero lo que en realidad sucede es que, a medida que se desgranan los años y el final ya no es una cosa tan lejana, se va uno aferrando a un juego de convicciones, que dan la impresión de profundidad, de fortaleza; se les dice a los jóvenes que uno ya está de vuelta, que ya no es tiempo de que le cuenten cuentos,... que más sabe el diablo por viejo que por diablo.

Lo triste es que, entonces, se llega a la conclusión de que ya no hay nada que aprender, que se es de una sola forma y que nada nos hará cambiar. Y se hace uno menos sabio, porque se hace arrogante en el conocimiento adquirido. No se es capaz de hacer preguntas nuevas. No se escucha a otros, sino el mismo discurso aprendido de hace tanto tiempo que, otorga una frágil seguridad ante la incertidumbre e inminencia del final.

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