
Los años nos permiten recordar en general, mientras que las horas y los días nos entregan los datos particulares, las experiencias específicas. Los años nos hablan de la niñez, la juventud, la vida adulta. Se refieren a la existencia. Son la pincelada gruesa de las épocas de amor, los sueños, los aciertos y las derrotas. El detalle exacto es aportado por las horas y los días.
Los años registran las etapas del ser con una fidelidad que a veces nos asusta, porque las van depositando en el rostro, en los matices de la voz, en la postura del cuerpo, en el dorso de las manos, y no podemos soslayar el hecho de que nos vamos poniendo viejos. Con los años, las cosas que antes nos parecían insignificantes, como la pérdida de un botón o una puerta que no cierra bien, acaban por ser asuntos que nos pueden tener ocupados toda una mañana.
Los años agudizan los hábitos; se vuelven carácter e imagen patente de lo que elegimos día a día. Se van inscribiendo fielmente en el cuerpo, y así, los ojos perceptivos pueden notar quiénes somos realmente. ¿Uno ve caras y no corazones? ¡Ufff!, parece improbable. Hay algo en nosotros, que casi siempre percibe lo real. Puede ser que no queramos verlo o nos parezca sólo una tentación de la mala fe. Pero parece que siempre lo vemos.
Con los años puede pasar que nos vayamos acomodando a las cosas para mantener nuestra conformidad; o bien puede que, nos vayamos volviendo más sensibles y rebeldes al orden establecido. La resignación puede garantizarnos una vida tranquila; la rebeldía siempre nos desordena todo. Los años y la experiencia nos tientan siempre a cambiar de lado.
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