viernes, 7 de febrero de 2014

Escala de valores

Días atrás, en el transporte público de pasajeros con el que habitualmente me traslado, iba un joven sentado en los escalones de la puerta de acceso. Realmente corría peligro y ponía en una situación incómoda, complicada y peligrosa a todos los pasajeros, pues debían descender casi sobre él. Parece ser, que antes de que yo abordara la unidad, el conductor del autobús ya le había dicho que no debía permanecer allí. Finalmente la desobediencia del muchacho acabó con la paciencia del conductor, quien detuvo el autobús a un costado de la avenida, y alzando el tono de la voz le exigió que se largara inmediatamente de allí. Y continuó su recorrido cuando, de mala gana, el muchacho se movió hacia una zona más segura como cualquier pasajero.
-¡Es un niño!! Gritó un joven adulto en medio de la apatía e indiferencia del resto del pasaje y en actitud claramente solidaria con el chico. Cuando me tocó bajar a mí, pude ver al “niño”. Tenía entre quince y dieciséis años.
Una lectura rápida de este episodio, ilustra a las claras el grado de confusión y corrupción que existe en la escala de valores, con la que nos toca enfrentarnos como creyentes, y por otra parte, la cruda y peligrosa realidad de la apatía e indiferencia general que hay en el mundo. Por un lado un jovencito, a quien no le importó si algún pasajero podía tropezar con él y tener un accidente al bajar. Por otro, la responsabilidad de un conductor que debe hacer todo lo que esté a su alcance, para llevar a destino, de buena forma, a sus pasajeros. Adicionalmente, la actitud de alguien confundido que se pone en connivencia con el infractor y se molesta cuando otra persona con la suficiente autoridad, pone las cosas en orden; y finalmente, la apatía e indiferencia del resto.
Y esto es tan sólo una muestra. Hay mucho más. Todos los días las noticias de los diarios nos sacuden con sucesos terribles, no solamente de catástrofes naturales, sino también de hechos espeluznantes perpetrados por seres humanos. Estamos inmersos en un mundo demasiado acelerado donde todo debe hacerse rápido, por la vía más corta y bajo presión, donde a las huestes espirituales de maldad de las regiones celestes (Efesios 6:12), no les conviene dejar el más mínimo espacio para la pausa y la reflexión.
Pero lo peor de todo, por si esto fuera poco, es que el escenario con el que nos toca lidiar es permanentemente cambiante. Nos toca vivir en medio de una sociedad convulsionada que se retuerce en medio de dolores de muerte, donde sus valores se trastocan continuamente, donde los patrones morales se desmoronan y la fe se quebranta.
Actualmente, lo único absoluto es que todo es relativo. Lo que antes era malo ya no es tan malo y lo que antes era bueno ya no es tan bueno. Todo se cuestiona, todo se debate. Dios mismo es objeto de cuestionamientos. Sin ir más lejos, hace unos años un escritor dijo que la Deidad de Nuestro Señor Jesús ¡resultó electa por votación!, durante un concilio de la iglesia.
Este es el escenario en el cual nos toca movernos a los cristianos de la actualidad. Se vive aceleradamente, bajo presión, bajo estrés. El desaliento, la tristeza, la confusión, el agobio... ganan terreno sobre la fe y la esperanza.
Las reglas del juego, así como también las bases y la escala de valores, cambia sutilmente a cada momento. ¿Cómo llegamos a esta condición? Pues, “a fuego lento”, con cambios demasiado sutiles como para poder ser puestos en evidencia en su momento, pero verdaderamente constantes. Lo que hasta la generación pasada tenía carácter de “excepción”, hoy es regla. Lo que hoy configura excepción, mañana será la regla general. Sin entrar en detalles, lo que antes era malo a todas luces, resultó ser, tiempo después, “no tan malo”, para llegar a ser en nuestros días “aceptable”, y en algunos años hasta “legal” e inclusive “correcto”.
Tal vez duras, tal vez incómodas las palabras… Tal vez lejos de ser lo que algunos amados hermanos en el Señor esperan leer o encontrar aquí en este escrito. Lo cierto es que, tal escenario plantea a los cristianos de hoy desafíos nuevos e impensados, cada vez más duros, cada vez más exigentes. Esta situación representa un verdadero desafío y todo un compromiso.
En la época antigua, cuando no existían los congeladores ni las neveras, la presencia de la sal en ciertos alimentos retardaba el proceso de necrosis, ayudando a conservarlos un tiempo más. Antes de que el genial Thomas Edison hallara la forma de iluminar ciudades enteras con electricidad, se utilizaban candelas o lámparas de aceite para iluminar las habitaciones de las casas durante la noche. Ni más ni menos es el mensaje de Dios para cada uno de los creyentes de la iglesia de nuestros días; “Sal de la tierra”, “Luz del mundo” nos ha llamado Dios a ser (Mateo 5:13 y 14), lo cual no es poco decir.
Si esto resulta difícil de leer y aún más complicado de digerir, tal vez sea necesario revisar la escala de valores con la que nos estamos conduciendo en la vida y en nuestras propias iglesias. Cuando Jesús se elevó a los cielos en presencia de muchos de sus seguidores, nos dejó la "Gran Comisión", que en pocas palabras resume, en la Gran Agenda de Dios, la institución de la tierra designada para llevar a cabo semejante misión, la Iglesia. Cuando Jesús dice “id por el mundo… enseñándoles TODAS las cosas que os he mandado…” (Mateo 28:19 y 20), habla de evangelizar y bautizar, sí; pero la realidad es que esas pocas palabras encierran mucho más.
CRISTIANISMO, en la época de los Hechos de los Apóstoles y en la actualidad, es y ha sido siempre sinónimo de COMPROMISO. Cuando los romanos dejaban tirados en las calles a sus moribundos, víctimas de terribles pandemias, los cristianos aportaban cuidados, consolación, agua y alimentos.
En un pequeño pueblo en el que existía una pequeña pero poderosa iglesia del Señor, instalaron un prostíbulo. Los creyentes, indignados, presentaron numerosos escritos ante las autoridades para que lo cerraran, a los cuales hicieron caso omiso. Entonces, agotadas todas las instancias legales y judiciales, decidieron llevar el asunto al Gran Abogado (I Juan 2:1). Poco tiempo después un terrible derrumbe acabó con el edificio y el antro tuvo que cerrar. Transcurrieron muchos años sin que nadie intentara siquiera reedificar o reparar la estructura. Creyentes en acción, y Dios obrando.
Un creyente nunca es un elemento neutro dentro de una comunidad. Una iglesia, aunque no haga nada, tampoco lo es. Conocida es la historia de Jonás: El barco en el que viajaba zozobraba en medio de la tormenta mientras él dormía. Era el único creyente en Dios a bordo de esa embarcación. Cuando le llamaron a ver si podía hacer algo, dice la Escritura que él contó a los marineros que huía de Dios y que por eso era la tormenta. Entonces él mismo pidió a los hombres que le arrojaran al mar. Cuando hubo ocurrido esto, el mar se calmó (Jonás 1:10-15). Con frecuencia, el pasaje en el que el gran pez se traga a Jonás y después de tres días le vomita en tierra, acapara toda nuestra atención, y raramente nos ponemos a reflexionar sobre los acontecimientos inmediatos a esto. Un creyente NUNCA ES UNA ENTIDAD NEUTRA en donde sea, ni en medio de las circunstancias en las que se encuentre. Junto con cada creyente hay una presencia sobrenatural con uno de los dos polos predominante: EL BUEN CREYENTE es LUZ del MUNDO, SAL de la TIERRA. EL MAL CREYENTE, aunque no haga absolutamente nada, ni malo ni bueno, es tropiezo y oscuridad.
A nosotros como individuos, como grupo o como iglesia, nos toca lidiar con las confundidas víctimas del sistema corrupto en el que convivimos y contra el que luchamos. Cada uno de nosotros, donde quiera que nos encontremos, debemos ser como sal de la tierra, como luz del mundo; con fe, con poder, con paciencia, humildad, dulzura y mansedumbre nos toca poner las cosas en claro, tal y como Dios las ve. A nosotros nos toca rescatar tizones encendidos del fuego.

A nosotros nos toca restaurar la escala de valores de Dios.

Haced todo sin murmuraciones o dudas, para que seáis irreprensibles e inocentes, hijos de Dios sin culpa en medio de la nación maligna y perversa, entre los cuales resplandecéis como luminares en el mundo; reteniendo la Palabra de vida para que yo pueda gloriarme en el día del Cristo, que no he corrido en vano, ni trabajado en vano.

(Filipenses 2:14-16 RV2000)
 

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