Hace unos días estuve en la bella ciudad de A Coruña, en Galicia. Fui invitado para compartir el evangelio en algunas congregaciones de allí durante una semana, y quedé impresionado con la calidad de la gente, con la grata fraternidad de las iglesias y la gentileza de los líderes y pastores. La ciudad está rodeada de un aura de ensueño que magnetiza al visitante y le hace enamorarse de sus parques, barrios y edificaciones.
Especial impresión me causó la Torre de Hércules, un faro a 106 metros sobre el nivel del mar y de 68 metros de altura. Fue edificado en el siglo I por los romanos y es el faro más antiguo del mundo en funcionamiento. En el año 2009 fue declarado por la UNESCO, Patrimonio de la Humanidad. Produce cuatro grupos de destellos cada 20 segundos y su luz se deja ver a 34 kilómetros de distancia. En las noches de más oscuridad, su luz guía al marinero a puerto seguro. Durante dos mil años ha sido un icono inamovible del genio arquitectónico del hombre, pero sobre todo, ha alumbrado y dirigido sin equívoco a millones de viajeros de todo el mundo.
Al pie de este faro, totalmente enajenado por él, maravillado ante la magia de esta edificación, uno no puede evitar recordar las palabras de Jesús cuando le dijo a sus discípulos: “Vosotros sois la luz del mundo; una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder” (Mateo 5:14). El mensaje del Señor repiquetea en mi mente y no puedo por menos que emocionarme ante el contenido de esta gloriosa verdad.
Somos luces en la oscuridad, faros que alumbran a pesar de los años y de las tormentas. Es lo que somos por designación divina, aunque es nuestra elección vivir como tales. Pero son muchos los faroles que se han apagado, que dejaron de dar luz y ahora proyectan una sombra... tenebrosa. Algunos de los que antes fueran imponentes candiles de testimonio cristiano, se han consumido y su llama se ha apagado. Ya no reflejan la luz de Jesús, sino la lobreguez de sus malos actos.
Mahatma Gandhi decía, que la razón por la que no se hacía cristiano era porque conocía a los cristianos. Carlos Marx rechazó a Jesús sobre la base de la hipocresía de su padre, quien siendo judío se hizo cristiano sólo para poder obtener un puesto de trabajo más acorde a su nueva vocación. Robert Louis Stevenson escribió su célebre libro "El caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde", basado en la vida de un diácono que tenía una doble vida, el diácono William Brodie, quien por el día era un respetable hombre de negocios, miembro del Consejo Municipal, presidente de la Cámara de Comercio de Edimburgo y canciller de la ciudad, pero por la noche era un habilidoso ladrón, tenía dos amantes que no se conocían entre ellas y cinco hijos ilegítimos. Todos eran faros defectuosos que hicieron tropezar la fe de otros con sus sombras grotescas.
En medio de tanta oscuridad reinante y de tantos faros inservibles, Dios tiene un remanente. Luces que siguen encendidas sin importar las circunstancias, quizá poco halagüeñas. Faros imperecederos que destellan dirección y buenas nuevas. Los años no han podido apagar sus luces, ni el mal tiempo ha debilitado su alcance. Siguen ahí como símbolos vivientes de la fidelidad de Dios, como patrimonios vivos de la gracia divina. No esconden su luz tras una doble vida, ni falsean su testimonio buscando prebendas terrenales. Son lo que son porque Jesús les ha iluminado primero, y no pueden evitar con sus palabras y hechos reproducir Su llama.
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