“Samuel respondió: ¿Qué le agrada más al Señor: que se le ofrezcan holocaustos y sacrificios, o que se obedezca lo que él dice? El obedecer vale más que el sacrificio, y el prestar atención, más que la grasa de carneros.
1 de Samuel 15:22
Nueva Versión Internacional (NVI)
El 5 de octubre es para mí un día muy especial, pues fue el día que conocí al Señor, y por eso todos los años celebro ese día como mi segundo nacimiento y estoy profundamente agradecida de dónde me sacó el Señor y la nueva criatura que soy, además de reconocer que conocerle ha sido lo mejor que me ha pasado en la vida.
Por eso, como un homenaje, quiero entregarles este devocional, que hice hace algunos años cuando descubrí el talento que Dios me había dado y quise ponerlo a su servicio.
“Invitamos al Señor a entrar en nuestra vida; le abrimos la puerta de nuestro corazón; sabemos que Él es el dueño de nuestra vida, de nuestra mente y de nuestro corazón; es más, sabemos que en realidad no somos dueños de nada, porque todo es creación de Dios, como la tierra en la que habitamos y su plenitud, el oro, la plata, nosotros mismos,...; somos obra de sus manos, vasijas de barro hechas del polvo de la tierra, en las que Él insufló su espíritu. ¿Que en realidad todo es nuestro? Sólo nuestro libre albedrío, nuestra capacidad de decidir; y en esa capacidad decisoria reposa nuestra voluntad, una de las funciones de nuestra alma: sentimiento, pensamiento y voluntad, que ya se la entregamos esta última. Luego todo lo que somos y lo que tenemos, todo es del Señor, todo es de Dios, incluyendo nuestros dones, talentos, inteligencia, salud, bienes, techo, vestido y familia".
Cuando El Señor Jeshua, El Mesías, El Esperado, nuestro Salvador, entra a nuestro corazón porque nosotros le invitamos, entra todo lo que Él encarna o representa: en primer lugar la naturaleza del Dios Viviente (Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo) con toda su gloria y poder, su paz, su gracia, su misericordia, sabiduría, su espíritu y su luz, su guía, su justicia y mucho más de lo que nosotros podemos imaginar. Es Él, en persona, en forma real.
Le decimos; “Señor, te entrego mi vida; tómala y haz de mí el hombre o la mujer que tu quieres que yo sea,... Es más, muchos le hemos dicho: Señor, yo quiero servirte, úsame, quiero vivir sólo para ti…etc.”
En otras palabras, en ese momento estamos reconociendo la autoridad de Jesús, de Dios en nuestra vida, y le estamos entregando todo para que tome el control, como capitán del barco, que tome el lugar que le corresponde,... pero de pronto, cuando esto está a punto de suceder, resulta que nosotros seguimos ahí, al pie del timón, seguimos al mando, seguimos controlando todo lo que pasa en el barco y controlamos su tripulación.
Y esto pasa, a pesar de que al Señor le amamos, le adoramos, le veneramos, pero... ¿le obedecemos?
Cuando El Señor entra en nuestra vida, en realidad Él llega a su casa, y nosotros deberíamos ser los huéspedes, los sirvientes para servirle; Él entra a su templo, recordemos que somos templo vivo del Espíritu Santo y que todo le pertenece, y comienza a poner orden, o a tratar de poner orden en nuestra vida, a destruir las estructuras de mentira sobre las que fundamentamos y sostenemos nuestra vida y nuestro ego. Él quiere derribarla y volver a construirla, renovar nuestra mente, los conceptos, teorías, creencias, supersticiones, religiosidad, conocimientos de la falsa ciencia; quiere circuncidar nuestro corazón, cortar las ataduras que tenemos con el mundo y con el pasado, especialmente ataduras de idolatría, rebelión, dureza de corazón y de cerviz,... y cambiar nuestro corazón de piedra por uno de carne, darnos un corazón adorador, reverente, perdonador, generoso, y en general su obra es de regeneración y restauración. Cuando entra, también entra limpiando el templo físico, creando arrepentimiento y quebrantamiento para reconstruirlo sobre nuevas bases.
Cuando El Señor entra en nuestra vida, en realidad Él llega a su casa, y nosotros deberíamos ser los huéspedes, los sirvientes para servirle; Él entra a su templo, recordemos que somos templo vivo del Espíritu Santo y que todo le pertenece, y comienza a poner orden, o a tratar de poner orden en nuestra vida, a destruir las estructuras de mentira sobre las que fundamentamos y sostenemos nuestra vida y nuestro ego. Él quiere derribarla y volver a construirla, renovar nuestra mente, los conceptos, teorías, creencias, supersticiones, religiosidad, conocimientos de la falsa ciencia; quiere circuncidar nuestro corazón, cortar las ataduras que tenemos con el mundo y con el pasado, especialmente ataduras de idolatría, rebelión, dureza de corazón y de cerviz,... y cambiar nuestro corazón de piedra por uno de carne, darnos un corazón adorador, reverente, perdonador, generoso, y en general su obra es de regeneración y restauración. Cuando entra, también entra limpiando el templo físico, creando arrepentimiento y quebrantamiento para reconstruirlo sobre nuevas bases.
Todo esto lo hace El Señor con nuestro consentimiento pero sin nuestra intervención, con el poder de Su Espíritu, pero hay un área donde El Señor debe trabajar y no puede hacerlo si no es con nuestro consentimiento, y esta es "nuestra voluntad". Es necesario que nosotros le entreguemos esta área al Señor, lo único que nos pertenece, nuestro libre albedrío, nuestra capacidad de decidir, nuestra voluntad. Entonces y sólo entonces, podremos aprender lo que significa de verdad obediencia – obedecer a Dios y hacer su voluntad.
Sabemos que, al igual que Juan el Bautista, debemos morir; morir a nuestro ego, al yo, a la carne, morir a nosotros mismos, y esto equivale a experimentar el dolor de la muerte, de la separación, del desprendimiento, de la renuncia, asimilar la muerte de Cristo, para poder gozar de la restauración y asimilar su resurrección. Su voluntad es vida, pero pasa por la muerte en la cruz, pues no puede haber árbol si antes no muere la semilla.
Muchos hemos aceptado esa muerte, hemos renunciado a lo viejo, nos hemos apartado, hemos sido heridos, humillados, lastimados y hasta sentimos que nos morimos; nuestro ego recibe golpes tan fuertes en su orgullo, en su ira, en su temor (el nuestro), que creemos que ya no podrá volverse a levantar; sería entonces el momento perfecto para humillarnos delante de Dios, y asimilar la muerte al pecado, pero no, en vez de eso, llevamos de urgencia a nuestro ego a un hospital, donde de inmediato le ponen en cuidados intensivos, le reservan la mejor cama, los mejores cuidados, se le inyecta oxígeno, se le alimenta y... ¡zas!, ¡recupera fuerzas, se fortalece y se levanta! Y con el pretexto de amarnos a nosotros mismos, nos convertimos en víctimas, nos compadecemos de nosotros mismos y culpamos a los demás por nuestros errores.
Es entonces cuando nos convertimos en "Huéspedes Indeseables" en la casa del Señor, porque nuestra voluntad y deseos para nuestra vida son contrarios a la voluntad de Dios; queremos hacer las cosas a nuestra manera, seguir nuestros deseos, solucionar todo a nuestro modo, mientras al Señor le tenemos con las manos atadas, y nos convertimos en un verdadero estorbo para la obra del Señor en nuestra vida.”
El final de esta pequeña historia puede resumirse en no darnos tanta importancia a nosotros mismos, también en no hacernos las víctimas y dejar de creer que somos la última Coca Cola del desierto, para que El Señor sea quien se glorifique en nuestra vida y que los demás puedan ver a Cristo a través nuestro, y no al mismo egoísta, mentiroso, manipulador, insensato e insensible que siempre han visto.
Que Dios nos bendiga, que nos ayude a ser mejores cada día y a dejarle obrar en nuestra vida con libertad, pues Él ya hizo lo más difícil por amor; ahora hagamos nosotros lo fácil, que es obedecer.
Y estando en la condición de hombre se humilló a sí mismo,
Haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.
Filipenses 2:8Nueva Versión Internacional (NVI)
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