-”Todos los días mis padres me hablan por teléfono, pero siempre me llaman cuando estoy más ocupado; siempre me piden que vaya a visitarles, que quieren verme y charlar un rato conmigo. No comprenden que siempre ando con el tiempo justo, que tengo que solucionar tantos problemas en la oficina, en la casa, con mi mujer, los niños, los compromisos… en fin, tú ya sabes…
Asimismo cuando me decido ir a su casa, siempre me cuentan las mismas cosas, una y otra vez; me tratan como si todavía fuera un niño. ¿No te pasa a ti lo mismo?
-¡Caray!, dijo Alberto. Se ve que tú si eres un buen hijo…”.
-”No Alberto, no,… qué más quisiera… yo visito a mis padres en el cementerio, y hablo con ellos desde mi imaginación, pues murieron hace algunos años.
Minutos después los amigos se despidieron. Alberto, ya de regreso, iba meditando las palabras de su amigo. Al llegar a su oficina, y antes de empezar con sus actividades cotidianas, le dijo a su secretaria:
-”Señorita: Deje cualquier cosa a un lado, haga todo lo posible y comuníqueme de inmediato con mis padres por favor. …”.
Queridos lectores: ¿Cuántos hijos hemos vivido, y otros viven aún, aquel adagio que dice: nadie sabe lo que tiene, hasta que lo pierde?
Muchos no comprenden aún que la palabra amorosa, el abrazo afectivo, el ramo de flores, la tarjeta amable, el mensaje de consuelo, la visita personal,… en fin, esos detalles que parecen cursis, pasados de moda, deben ser llevados a cabo oportunamente, sin esperar a un mañana que quizá no llegue jamás, porque la existencia del hombre es efímera, fugaz.
¿Y tú, cuánto hace que no has “tenido un tiempo” para compartir con los tuyos?
“El hombre es como la hierba;
sus días florecen como la flor del campo:
sacudida por el viento, desaparece sin dejar rastro alguno”.
(Salmos: 103:15,16)
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