No es momento ahora, en otra ocasión será, para detenernos aquí a emitir opinión alguna sobre este tipo de confesiones, si lo que revelan es lícito o no, si estamos o no de acuerdo, si lo aprobamos o lo rechazamos o si es el medio adecuado para hacerlo o no; ese no es el punto del presente devocional. Sí, en cambio, consideramos oportuno y necesario poner de relieve, que más allá de las circunstancias, contenidos y eventos que desembocaron en la cruda confesión pública de algo íntimo y personal, se necesita una dosis generosa de valentía para aventurarse en semejante acto, toda vez que el resultado puede ser una liberación o el comienzo de un doloroso proceso aún más devastador que el de la pesada carga que soportaban.
En un sentido amplio de la expresión, todos los cristianos, en alguna medida, tenemos la imperiosa necesidad de “salir del armario”. Incluso el creyente más fiel, lleva dentro de su humilde y devoto corazoncito cosas enterradas en lo más íntimo de su ser, que es necesario que las alumbre la luz de Cristo. No olvidemos que todo nos ha sido perdonado por la hermosa Gracia de Dios, mas no todo ha sido sanado en nuestro interior. Y es que por el hecho de ser creyentes, no podemos escapar a la naturaleza corrupta heredada de nuestro padre natural Adán; y la obra transformadora de Cristo no estará completa hasta que no seamos llamados a Su presencia (Filipenses 1:6).
Confesaos vuestras ofensas unos a otros, y orad unos por otros, para que seáis sanados. La oración eficaz del justo puede mucho.
(Santiago 5:16 RV60)
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