Un día, el hermano mayor de esta niña, construyó una pequeña trampa para cazar pájaros, lo que a la pequeña, sensible como era, no le pareció correcto. Ella sentía mucha pena por cada una de las aves que podrían caer en dicha trampa. Eso hizo que, primero le rogase y luego le exigiera a su hermano, destruir la trampa. Como él se negó a tal petición, la niña, demostrando seguridad y confianza, aprovechó una reunión familiar para decir: “No importa que no atiendan mi petición, pero desde hoy voy a orar para que esas trampas no funcionen”. Y así lo hizo a partir de entonces.
Ya en la tercera noche, la madre la llamó y le dijo: “Hija, me cuenta tu hermano, que en verdad, tal como le has estado pidiendo a Dios, hasta ahora ningún pájaro ha caído en la trampa. ¿Cómo pudo ser posible eso?”
La pequeña sonrió y contestó: “Así es mamá; lo que sucede es que hace tres días yo misma rompí la trampa a puntapiés.”
Querido (a) amigo (a): la presente historia, no es con el propósito de pensar que los problemas debemos solucionarlos a puntapiés. La aplicación o enseñanza de este relato apunta a que no siempre es suficiente con orar y esperar los resultados. Debemos pedir, confiar, pero también actuar cuando haya que hacerlo.
Por citar un ejemplo: si no tenemos trabajo, debemos pedírselo al Señor, pero a la par, salir a buscarlo. Difícilmente vendrán a nuestra puerta a ofrecernos empleo, mientras estemos, como se dice vulgarmente, “panza arriba”, durmiendo, disfrutando de la tele, o estáticos, angustiados, compadeciéndonos a nosotros mismos por la supuesta mala suerte.
A veces nos cargamos de religiosidad y pensamos que todo es cuestión de marcar el número de emergencias y pedirle a Dios, y luego sentarnos a esperar, como cuando de niños le escribíamos en Navidad a los Reyes Magos.
Dios requiere de nosotros no sólo humildad para pedir, fe para confiar y paciencia para esperar, sino también, disposición para actuar si el tema lo requiere.
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