“Dios anuló el documento de deuda que había contra nosotros y que nos obligaba, lo eliminó clavándolo en la cruz” Colosenses 2:14
En una ocasión, soñé que me encontraba en un gran salón, lleno de archivos y de carpetas. Era como una gran biblioteca llena de archivos con título y números. Estos archivos iban desde el suelo hasta el techo.Tenían títulos diferentes.
Abrí uno de esos archivos, comencé a contemplar las tarjetas y los cerré escandalizado, ya que reconocí los nombres que contenían. Me di cuenta de que en el sueño me encontraba en el salón que contenía los catálogos de mi vida. Allí se escribieron todas mis acciones de cada momento. Actos grandes y pequeños, con todo lujo de detalles. Sin embargo, a pesar de la conmoción interna que sentí, volví a los archivos por la curiosidad que me inundaba.
Algunos archivos me trajeron a la memoria recuerdos dulces y de regocijo, y otros, un sentido de vergüenza y lamentación tan intenso, que miré a todos lados para saber si alguien me vigilaba.
Un archivo tenía como título: Los amigos que he traicionado. Otro, Material que he leído. Otro, Consuelo que he dado. Uno más, Las cosas que he gritado a mis hermanos y amigos. Otro, Las cosas que he hecho cuando estoy enfadado. Otro, Cosas que he murmurado y criticado.
Encontré tarjetas que esperé encontrar y otras que ya había olvidado. Fui abrumado por el volumen de la vida. Cada tarjeta confirmó la verdad de entonces en mi vida. Y cada tarjeta estaba escrita con mi propia letra y firmada con mi propia firma. Cerré avergonzado el archivo. Y de lejos miré otro titulo: Pensamientos lascivos que he tenido.
Sentí un escalofrío que recorrió todo mi cuerpo. Temblé al pensar en su contenido detallado y me sentí enfermo de sólo pensar los momentos que se habían registrado en él.Una saña animal estalló dentro de mi y me dije: Nadie debe ver estas tarjetas, las tengo que destruir. Comencé a sollozar y caí de rodillas gritando. Y cuando levanté mi mirada, al sentir la presencia de alguien, le vi a él. A Jesús. Él abrió los archivos y comenzó a leerlos.
¿Por qué tuvo que leer cada archivo?, me preguntaba. Él me miró con ojos de compasión. Una compasión que no me indignó. Bajé mi cabeza, cubrí mi cara con las manos y comencé a gritar nuevamente. Se acercó a mí, puso su brazo sobre mis hombros y no me dijo nada.
Él únicamente lloró conmigo. Regresó luego a los archivos y comenzó a firmar uno por uno. No debe nada, todo está cancelado. Con sangre escribió su nombre sobre el mío. Me miró y sonrió. Se acercó nuevamente a mi, y poniendo su brazo en mi hombro, me dijo: Se acabó todo, las actas han sido anuladas… descansa y comienza de nuevo.
Gracias Señor, por anular el acta que era contra mí y clavarla en la cruz. Hoy tengo paz porque Tú eres mi paz y nada ni nadie podrá avergonzarme jamás. Amén
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