jueves, 10 de enero de 2013

Con los brazos abiertos - Devocional - vídeo


Los brazos abiertos, generalmente, son símbolo de entrega, de brindarse; de intención, del ofrecimiento de un abrazo o esperar la respuesta de otro. Pero el gesto, sin importar la dirección ni el objeto afectivo, siempre lleva implícito el hecho de darse a sí mismo sin reservas. Un abrazo es capaz de trasmitir lo que no transmite un beso, una caricia u otras expresiones afectivas. Un abrazo es profundo, es acercar el alma a la del otro. Poner corazón con corazón. Inspira seguridad, sensación de protección, cercanía.
Como seres humanos y creyentes, necesitamos amor. Tanto si necesitamos dar como recibir amor, también necesitamos un abrazo. Un abrazo comienza, se ofrece, se demanda, revela su intención con un gesto inicial: los brazos abiertos. Un bebé lo sabe instintivamente. Abre sus bracitos cuando necesita del cálido y protector abrazo de la cercanía de papá o mamá.
Inclusive hay quienes ven en un abrazo un inicio y también la culminación, el término de algo. La última vez que un amigo querido que vive a unos 1000 kilómetros de mi lugar de residencia estuvo en casa, cuando nos encontramos, nos mezclamos en un cálido y emocionado abrazo. El inicio. Cuando llegó el momento de su regreso a casa, de la despedida, fue otro tanto. Otro emocionado abrazo. La finalización. Esto es válido en todos los órdenes de la vida. Y con Nuestro Amado Señor, las cosas no fueron muy diferentes.
En una representación navideña, podemos ver al niñito Jesús en un pesebre recostado en su improvisada cunita, junto a María y José con sus bracitos abiertos.
Me emociona pensar, también me llena de gratitud, el hecho de que Jesús se presentó a este mundo, ante los pastores de la región que acudieron al llamado del ángel, con sus brazos abiertos. Cuando terminó sus días sobre esta tierra, también lo hizo con sus brazos abiertos, pero esta vez sobre el madero de la cruz.
Un comienzo. Sus pequeños bracitos abiertos revelando intención de amor y entrega sin reservas. El abrazo de un tierno niñito recostado en un pesebre que nacía en este mundo trayendo vida donde la muerte había establecido su reino, para brindar luz en la oscuridad.
Un final. Una entrega absoluta e incondicional a una muerte cruenta en la cruz. Brazos abiertos en un simbólico abrazo a la pobre humanidad y un “¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!” (Lucas 23:34).

Amado Señor Jesús… ¡Gracias!

Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo.

(1 Juan 2:1-2 RV60) 

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