(Isaías 9:6)
Aunque los evangelios no precisan la fecha exacta del nacimiento de Jesús, y los primeros cristianos no celebraban Navidad alguna, gran parte de la población mundial acepta y toma la transición del 24 y 25 de diciembre para dicha conmemoración, de diversas maneras, según costumbres, tradición, cultura y hasta bolsillo. Bolsillo porque un acontecimiento como éste, tampoco pudo escapar, lamentablemente, de la embestida de la sociedad de consumo que, con genial estrategia, no sólo nos sugiere o propone artículos, sino que nos crea la necesidad de adquirir, gastar, incluso más allá de nuestras posibilidades financieras.
Y es que su ingeniosa publicidad nos alborota esa generosidad que llevamos adormilada en algún rincón de nuestro interior. Para eso ponen en práctica estrategias de ventas que tienen un sólo propósito: impulsarnos a comprar, a competir, a no quedarnos atrás del resto. Por ello, como ratón al queso, caemos seducidos por las ofertas del “lleve ahora, y pague después”, o de las famosas promesas de campaña que terminan en: “si te he visto ni me acuerdo”.
El imán del “lleve sin entrada, sin garantía, sin intereses, y con modalidades de pago a escoger”, nos marea y determina que entremos al almacén por un juego de luces para el árbol, y salgamos con un televisor de bastantes pulgadas, mejor que el que tiene el pariente o el vecino.
Cosas así son las que a muchos les lleva a declarar que no les gusta la Navidad, porque sienten que indirectamente resalta el poder monetario de unos, frente a la estrechez económica de otros.
Pero la solución no está en ignorar o despreciar la Navidad; tampoco en satanizar al ciudadano que tiene su comercio como forma honesta de ganarse la vida; más bien es nuestro deber discernir acerca de lo que nos conviene o no frente al consumismo; de no aborregarnos siguiendo lo que el resto hace simplemente para “no quedar mal”, y de entender que la Navidad es ante todo una oportunidad más para el reencuentro con Dios, con el prójimo, con nosotros mismos; y consecuentemente con ello replantearnos un plan que nos estimule a ser todo el tiempo mejores humanos, menos orgullosos, más sencillos, más solidarios.
Si vas a engalanar tu casa, adorna también los balcones de tu mente con la Palabra de Dios; si te gusta confeccionar pesebres, planta uno en tu corazón donde nuevamente nazca Jesús; y si deseas compartir aguinaldos, tarjetas, regalos, golosinas, alimentos… hazlo en la medida real de tus posibilidades sin que eso sea tu prioridad, sin buscar la vana ostentación o que el resto sepa cuán “generoso” o “magnánimo” eres. (Mateo 6:3).
Finalmente, recordemos que le servirán de poco los detalles al homenajeado, en este caso Jesús, si, una vez pasada la euforia de la Nochebuena, nuestro corazón vuelve a los tradicionales conflictos de siempre: desamor, orgullo, vanidad, falta de perdón, soberbia… Querrá decir entonces que nunca pudimos entender que el cambio de actitud, no sólo fue para salir del paso en Nochebuena y Navidad, sino que también lo fue para todos los días que faltan del año, y todos los que están por venir.
Que el recuerdo del nacimiento de Jesús nos traiga los frutos del Espíritu de Dios: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad y fe, para compartirlos con los demás, inclusive con quienes hasta hace poco eran nuestros enemigos.
Queridos amigos: para ustedes y los suyos, les deseo una Navidad llena de bendiciones, donde el invitado central en vuestro corazón sea por siempre Jesús.
“Gloria a Dios en las alturas,
y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres.”
(Lucas 2:14)
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