Y dijo: De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.
Hoy, mientras oraba, pedía al Señor que me librase del protagonismo, que me hiciera como en mi juventud, como un niño en la fe, pues recuerdo aquellos días cuando no sabía casi nada del Señor y sin embargo Dios me usaba a veces de manera sorprendente. No sabía nada en esos días, sólo sabía que Jesús me había tocado, me había recibido y que dentro de mí podía sentir Su presencia. En esos días tenía un hambre insaciable de Dios. Bien advierte la Escritura que el conocimiento envanece.
Hoy Jesús no necesita hablar pues yo no le dejo. No necesito sus dulces palabras; yo solito puedo impresionar con mis palabras sin sustancia, rellenas de hueco conocimiento “bíblico” y sin poder transformador ¿?. Se puede saber mucho sin saber absolutamente nada. Se puede hablar mucho sin decir nada que valga la pena escuchar. Es precisamente mi forma de verme a mí mismo, la que me permite entrar o me mantiene fuera de esa dimensión sobrenatural que es el Reino de los cielos.
Para entrar a ese maravilloso lugar, el lugar de los delicados pastos, debo verme a mí mismo como un niño y dejar de razonar, cuestionar, demandar y señalar. Razonar no es necesariamente malo, pero los niños razonan sin maldad, no razonan para buscar excusas o manipular. Los niños no tienen pretensiones, no tienen maldad, no buscan posición pues se saben amados, todo lo creen, todo lo esperan; es cuando dejan estas características cuando empiezan a parecerse a nosotros y a “madurar" (paro lo malo). El orgullo aparece, también el escepticismo, el cinismo, el egoísmo, el protagonismo, y todos los “ismos” que nos plagan en la edad adulta, y que no permiten que abramos la puerta invisible del Reino y entremos por ella confiados con alegría y sencillez de corazón.
Salmos 131:2
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