“Esforzaos a entrar por la puerta angosta; Porque os digo que muchos procurarán entrar, y no podrán.”
Lucas 13:24
¿Alguien ha tratado alguna vez de entrar por una puerta, aunque esta sea ancha, donde hay una multitud y todos tratan de entrar al mismo tiempo, a empujones y tal vez sin importar a quien se lleven por delante? ¿Cuánto más si esa puerta es angosta? Yo nunca he tenido esta experiencia pues le tengo miedo a las multitudes, a perder el control de la situación, al caos y a la violencia y, por lo general, no voy a espectáculos donde se reúnan multitudes; sin embargo, cabe pensar que el reino de los cielos debe ser lo suficientemente grande como para contener un incontable numero de personas, por lo que me pregunto cómo entraremos allí, y la respuesta es que para estar allí no necesitaremos entrar todos al unísono, y no tendremos necesidad de atropellar a nadie, sino que entraremos con todo el derecho de estar allí, porque compramos el boleto de entrada con anticipación y porque, tal vez, alcancemos la talla y la estatura necesarias para entrar.
Jesús aclara en Juan, 10.9,11, cuando está hablando de las ovejas, que Él, es esa puerta, que es el buen pastor y que da su vida por sus ovejas, pero nosotros, tenemos la responsabilidad de esforzarnos por entrar. El Señor nos llama, El Espíritu Santo nos enseña y nos limpia la suciedad, pero la voluntad, el libre albedrío, es decir, la decisión, es nuestra y nadie puede hacer por nosotros lo que nosotros tenemos que hacer por nosotros mismos.
La relación que se desarrolla con Dios a través del Hijo es individual, la salvación es individual y, finalmente, la decisión de entrar por esa puerta es individual. Ahora bien, es importante entender que sólo de esta manera podemos entrar por una puerta estrecha, uno por uno, de forma individual, y que sólo cuando tú has entrado puedes ayudar a entrar a otros y..., ¿por qué es esta una puerta angosta? Porque sólo podemos entrar ahí si nuestro ego esta pequeñito, si hemos eliminado o nos esforzamos por eliminar nuestro ego; los egos inflados, henchidos de orgullo, vanidad y falta de perdón, desafortunadamente no podrán entrar aunque quieran hacerlo; sólo entrarán ahí las nuevas criaturas, los hijos nacidos del espíritu, aunque sean bebés en el espíritu, porque sólo en estas condiciones se puede entrar. A esto me refería cuando hablaba de alcanzar la talla y la estatura necesarias para entrar.
Es lo mismo que entrar en la Presencia del Señor: sólo podemos hacerlo con un corazón contrito y humillado, con arrepentimiento; o lo que es lo mismo: cuando reconocemos que no somos nada, que no valemos nada por nosotros mismos, que hemos sido necios, que hemos pecado y que lo que verdaderamente vale en nosotros es Cristo; por eso, cuando lloramos y derramamos nuestro corazón delante del Señor y nos arrepentimos, Dios esta dispuesto a escuchar; inclina su oído a nuestras súplicas y abre sus manos generosas para bendecirnos y darnos aquello por lo que clamamos.
Creo que estará bien decirlo de nuevo: el peor pecado es el orgullo, la arrogancia y la falta de perdón, pues allí en ese estado no puede morar el Santo Espíritu de Dios; sin arrepentimiento no hay remisión de pecados y sin falta de perdón, no hay amor. ¿Cómo podría Dios morar en un templo lleno de ladrones, fornicarios, desleales, tibios, indecisos, orgullosos e incrédulos?
Este devocional puede parecer un poco fuerte, pero creo que ya hemos madurado lo suficiente como para recibir y aceptar este tipo de mensajes, pues los tiempos se acortan y no podemos permitirnos flaquezas y pecados que nos separen de Dios y nos impidan disfrutar de sus promesas de vida eterna.
Me digo a mí misma, primeramente, que si de verdad queremos que Cristo habite en nuestro corazón, en nuestra vida, debemos mermar, derrotar al orgullo que nos hace pecar, permitirle al Espíritu Santo que nos limpie de todo pecado y ser humildes, humillarnos delante del Señor y decidirnos a entrar por esa puerta angosta, a seguir por el camino que nos ofrece Jesús y a sacrificar todo aquello que nos separe de Dios y que nos impida entrar por esa puerta.
El orgullo es un mal consejero y siempre nos lleva a tomar decisiones equivocadas; no actuemos más por orgullo o arrogancia, rindamos nuestro corazón al Señor y Él mismo abrirá nuestros ojos y nuestros oídos para que escuchemos su voz, nos dará valor y amor para perdonar y podremos disfrutar de su presencia y aprender de Él, que es manso y humilde y que con su humildad conquistó un reino que está preparando para nosotros.
Esforzaos, esforzaos, esforzaos….Dios no quiere que ninguno de sus hijos se pierda, como lo dijo el Apóstol Pedro:
“El Señor no retarda su promesa, según algunos la tienen por tardanza, sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento.”
2 Pedro 3:9
Hefzi-ba Palomino
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