Todas nuestras necesidades fisiológicas pueden ser satisfechas pero el ser humano trasciende su cuerpo y necesitamos mucho más que comer y dormir. La complejidad de nuestro ser interior, ése que no se ve a simple vista pero que indudablemente existe y determina quienes somos, le confiere al ser humano una necesidad fundamental cuya satisfacción le garantizará una existencia feliz.
Hablamos de la necesidad del amor, de esa necesidad de ser estimados, de recibir consideración por nuestras ideas, pensamientos y palabras; la necesidad de ser escuchados, y de que alguien nos mire a los ojos mientras escucha lo que le decimos; la necesidad de ser importante para algunos, de poder recibir su atención, de ser objeto de sus cariños y cuidados. Pero también de la necesidad de recibir de lo que damos y, al revés, de servir de protección, de ser alegría, de proveer de cuidados y de compartir nuestras derrotas tanto como nuestras victorias.
El primer amor humano en nuestras vidas es el amor de nuestra madre, ella es la guardiana de nuestra alma; ella es la primera fuente de alimento para nuestro ser en todas sus facetas; de allí que amamantar a un bebé se convierta en un acto de alimentación física, psicológica y espiritual.
Mientras la madre nos brinda su ternura y nos alimenta desde sus entrañas, el amor del padre es el fundamento sólido sobre el que se edifica nuestra seguridad; su autoridad representa nuestro refugio y nos establece límites para definir nuestro norte para no ir a la deriva. El padre es ese árbol frondoso bajo cuyas ramas podemos descansar, es la voz de Dios en nuestro hogar, el capitán del barco.
Luego viene el amor de los hermanos; el mayor solaz que podemos tener desde nuestra infancia y hasta nuestra despedida. Una de las bendiciones más grandes para un niño, un adolescente o un adulto es contar con el hermano amigo; el que te ama tan profundamente que podría entregar su vida por la tuya pero cuya confianza en ti le permite expresarte esas verdades que ningún otro te diría.
El amor entre hermanos no tiene tiempo, ni filosofía, ni colores que puedan cambiarlo. Es, como pocos, inalterable, siempre está allí aunque pasen muchos años y corra mucha agua debajo del puente. La fuerza de las experiencias vividas en la niñez potencia este amor hasta la eternidad, y los vínculos que se establecen difícilmente pueden romperse. Más tarde vienen los amigos, y hay algunos que llegan a estar tan unidos a ti como un hermano. Un amigo goza con todas tus alegrías y es la mejor medicina en tiempos de angustia. En estas relaciones de amigos los primos son muy especiales pues ellos tienen algunos matices de hermanos y otros de verdaderos amigos. ¡Un primo puede ser el amigo de toda la vida!
En la edad adulta viene el amor de la pareja; el amor a través del cual nos expresamos en toda nuestra dimensión como seres humanos. El amor de la pasión y el amor del sosiego. El amor que nos protege y el amor que nos suelta y nos impulsa. El amor que cree y que nos confronta. El amor que crece con nosotros a medida que los años de la vida le agregan canas a nuestras cabezas y heridas a nuestras almas. Y con este amor llega a nosotros el amor más sublime de la Tierra: ¡Los hijos benditos! No hay palabras para expresar ese amor tan grande. Ellos nos convierten en creadores, nos dan el privilegio de participar en el proyecto de sus vidas. Los hijos nos llevan a conocer las profundidades en el océano del amor, los tesoros más hermosos que nos guarda la vida. El amor que menos nos pertenece y quizá al que más nos aferramos. ¡Los hijos benditos!
Sin embargo, ni los amores más sublimes y excelsos de la vida pueden llenar nuestras almas creadas para la eternidad. En los mejores casos en los que todos estos amores nos hayan bendecido la vida, siempre existe y existirá un vacío en el ser humano que ningún amor terrenal puede llenar.
En esos momentos de soledad en los que nos encontramos con nosotros mismos podemos entender que más allá de todos estos amores nuestras almas necesitan más. Porque hay un amor que está por encima de todos estos amores; un amor que trasciende nuestra humanidad; un amor que nos devuelve el carácter eterno de nuestras almas; un amor que llena cada lugar recóndito de nuestro ser; un amor que nos dignifica como seres humanos y nos establece con un propósito que le confiere un valor incalculable a nuestras vidas. Es el amor de Dios. ¡Es el amor de los amores!
“Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia”.
Jeremías 31:3
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