Las risitas fueron interrumpidas de repente por un estrépito seguido por un llanto de dolor producto de una herida sangrante. Salté sobre mis pies y corrí a la sala donde había ocurrido el accidente. Mi hijo había tomado una curva demasiado rápido y caído de cabeza contra una esquina de una mesa. Rápidamente le recogí del piso donde yacía y le sostuve en mis brazos, tanto para consolarlo como para examinar su herida; chorros de sangre fluían de su frente.
Para cuando llegamos a la casa de socorro, sus lágrimas habían amainado un poco, pero yo anticipaba nerviosamente el pequeño trauma por delante. Tras examinar la frente de mi hijo, el médico confirmó que tendría que coger puntos a la herida para que pudiese sanar adecuadamente. La buena noticia era que la herida requeriría solo un punto. La mala era que el médico planeaba hacérselo sin anestesia. “Podemos pincharle una vez o podemos hacerlo dos veces”, me informó el médico.
Se me dijo que aplicarle una inyección para anestesiar el área sería tan doloroso y traumático como coserle el punto. La inyección entonces tendría que ser seguida por una segunda puyada para coser la herida. Estuve de acuerdo, a regañadientes, con el médico y me decidí por la inyección única.
Animé a mi hijo diciéndole que estaba siendo un “muchachito valiente” mientras el médico y yo, suavemente, asegurábamos su cuerpecito a la mesa para evitar que se moviese durante el procedimiento.
Por dentro, luchaba por retener las lágrimas al ver cómo me miraba con ojos asustados pero confiados. “Sigue mirando a Papito”, le animé, “estás siendo un muchachito muy valiente”. Sus enormes ojos se entrelazaron con los míos mientras que el médico suavemente lavaba la herida y se preparaba para cerrarla.
“OK, aquí vamos”, dijo el médico en voz baja. “Será rápido”.
“Sigue mirándome”, le dije, intentando sonreír y atraer sus ojos confiados hacia los míos. “Papito está aquí”.
Con precisión y prontitud, el médico rápidamente clavó la aguja curvada en la piel hinchada cerca de la herida en la frente de mi hijo. Los ojos de mi hijo se agrandaron al estremecerse con el dolor. Entonces una vocecita lloriqueante que llevaba la dulzura e inocencia que sólo un niño de tres años puede producir, me miró y dijo: “Por favor, no hagas eso de nuevo, Papito”.
Mi corazón se quebrantó. ¿Cómo poder explicarle a un hijo de tres años que el dolor que está experimentando, dolor que, en su mente al menos, era provocado por mí, era infligido con amor, con el deseo y diseño de traer sanidad? Aunque parezca mentira, ese es uno de mis más preciosos recuerdos de la niñez de mi hijo. El procedimiento terminó casi tan rápidamente como había comenzado y, tras unas pocas horas, mi hijo había regresado a jugar con sus hermanas. Correr por la casa, sin embargo, fue prohibido terminantemente a partir de ese momento.
Su confianza y dulce respuesta a la dura prueba sigue perforando mi corazón con amor por él. Este episodio también me recuerda al amor y cuidado de nuestro Padre Celestial por nosotros, y a aquellos a nuestro alrededor que pudieran estar experimentando un tiempo doloroso en la vida.
En mi mente, puedo visualizar al Señor sosteniéndonos como nuestro Padre cada vez que nos lastimamos y diciéndonos que coloquemos nuestra mirada y confiemos en Él, aunque no comprendamos por qué las cosas nos están pasando así. Cuando somos tentados a culparlo por nuestro dolor o a quejarnos: “Por favor, no hagas eso de nuevo, Papito”, podemos consolarnos en saber que Él está muy cerca de nosotros, que nos ama y a confiar que, aunque no siempre comprendamos, hay un propósito más alto en todo lo que nos pasa.
Así que mantengamos los ojos puestos en Él; confiemos en Él. Él nos está sosteniendo y sanando. Nunca nos dejará. Sepamos también que las risitas, o cualquier otra manera en que experimentamos el gozo, volverá pronto a ser parte de nuestra vida.
La tierna narración de un padre que jamás podrá olvidar el dolor que su pequeñín experimentó en un momento, seguramente encuentra eco en los muchos padres y madres que habrán de leer este pensamiento. Nuestra incapacidad para obviar el dolor de un hijo nos lleva a sufrir con él ó ella. Sin embargo, muy acertadamente, démonos cuenta que lo mismo ocurre siempre en el ámbito espiritual.
Solamente que, en este caso, nuestro Señor sí que está al control y se persona en todo momento para asegurarse de que, aunque la experiencia sea muy dolorosa, todo resulte para bien no sólo nuestro, sino de aquellos que nos rodean; aunque en el momento no pensemos que así pueda llegar a hacer. Tal vez usted esté pasando por un momento difícil en su vida y se pregunta si a Dios le interesará.
Bueno, ¿qué tal si hacemos un tiempito este fin de semana para acercarnos a adorar, en compañía de muchos otros, al Padre de los padres,... al Señor Dios? Estoy seguro de que no sólo saldremos consolados, sino que también tendremos las “risitas” propias de un gozo que salta de lo más profundo de nuestro interior. Adelante y que Dios les bendiga.
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