La palabra de Dios llega de modos muy variados hasta el hombre: la Creación o la Revelación, en los acontecimientos de la historia o en la voz de la conciencia.
No creemos que la voz de Dios sea un sonido misterioso, como si se oyera en una película de espanto, tampoco es un murmullo extraño que pueda darse en una casa abandonada o en un túnel oscuro. Es la voz del Padre que de múltiples maneras nos llama a la conversión, a la madurez y al compromiso.
En ocasiones, para escuchar esa voz habrá que sumergirse en el silencio teniendo atentos los sentidos del alma, a semejanza de los indígenas que pegan su oído al suelo para saber si alguien se acerca. Otras veces habrá que orar y suplicar a Dios, pidiéndole una palabra, diciéndole como Samuel, cuando era niño:
“Habla, Señor, que tu siervo escucha” (1 Samuel 3:1-21).
En otras ocasiones habrá que mirar a Cristo, en nuestras pruebas y en nuestras alegrías, y descubrir su amor aún en los momentos más difíciles, como el ladrón casi agonizante que comprendió todo al mirar a los ojos de Jesús. Otras veces habrá que prestar atención a quién nos habla del Señor, y decirle como Cornelio a Pedro: “estamos aquí, en la presencia de Dios, para oír todo lo que el Señor te ha mandado” (Hechos 10:3). O quizá sea necesario abrir la Biblia y leer atentamente lo que en ella dice, o sencillamente analizar a la luz de la fe los acontecimientos del mundo o las circunstancias de nuestra vida. Escuchar la Palabra de Dios es captarla más con el corazón y con el espíritu que con los oídos del cuerpo, más con la intuición y con el amor, que con la frialdad de un discurrir racional.
Acoger así la Palabra del Señor ha de volverse una fuente de alegría para los creyentes; por algo el evangelio nos recuerda las palabras de Jesús, que son una verdadera bienaventuranza:
Y él dijo: Antes bien, bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la guardan. Lucas 11:28
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