domingo, 14 de mayo de 2017

Me salvó la fe

Me contaba mi abuela, que viviendo ella en una vecindad llamada San Isidro, donde solo había una bodega, el bodeguero tenía la vieja costumbre de orar antes de hacer caja al finalizar la venta del día. Oraba por la multiplicación de sus ingresos, por la seguridad y solidez de su negocio y terminaba dando gracias a Dios.
Era la tarde del año 1944, finalizando la Segunda Guerra Mundial, y los potenciales clientes no tenían mucho dinero, pero lo poco que poseían era de gran valor. El bodeguero había recibido un mensaje del sargento de policía diciéndole que pasaría a visitarlo, y dejó la puerta entreabierta para que pasara el visitante; mientras él, después de orar, contaba su dinero.
Resultado de imagen de Me salvó la feSe sintió el crujir de la puerta que se abría del todo. El comerciante no levantó la cabeza porque sabía de quién se trataba, y sin mirar dijo: -Buenas tardes sargento, ¿en qué puedo servirlo?
No obtuvo respuesta, solo oyó unos pasos que apresuradamente se le acercaban. Entonces levantó la vista y para su sorpresa, una mano con un machete amenazador estaba ante él. Pronto se dio cuenta del peligro que corría, y sin dar un paso atrás, aunque con el mostrador de la tienda por medio, estaba al alcance del agresor quien sin perder tiempo le gritó: -¡Dame todo el dinero que tienes!
Pero nuestro hombre, con asombrosa tranquilidad, respondió: -Te lo daré todo, es más, hasta un caballo para marcharte si lo necesitas, porque sé que estás huyendo por la forma en que te has presentado ante mí-. Decía esto y continuaba contando los billetes; lo hacía una y otra vez, pero a la vez que no parecía prestarle atención al asaltante, estaba atento y continuaba conversando: -Te sugiero que no cometas una locura, ya te dije que te lo daré. Yo me vi en una situación como la tuya en una ocasión; pero te advierto que si haces algo imprudente te puede costar caro. Tengo un revólver listo para disparar debajo de esta caja registradora y créeme, es más fácil que te perfore el estómago que tú muevas ese machete. No pensarás que soy tan tonto para hacer caja con la puerta abierta para que alguien como tú me robe.
El hombre no pudo evitar que lo impresionara lo que escuchaba; pero su prisa le hizo objetar: -No tengo tiempo para atenderte, necesito irme ya.
-Va usted a correr el riesgo de que lo mate por su prisa, bueno, ¡pues adelante!; pero antes de hacerlo piense, no es mi interés matarlo sino ayudarlo. No quiero desamparar a quien se enfrenta a lo que yo una vez me enfrenté; pero entienda que antes que me mate, le mato. Además amigo, cálmese que aquí nadie lo vendrá a buscar.
El bodeguero decía todo con absoluta confianza en él y no dejaba, parado detrás del mostrador, de acariciar los billetes. Por otra parte, el imprudente recién llegado, comenzaba a confundirse ante la recia posición de su víctima, quien podía convertirse en un victimario, pensó él, si se dejaba llevar por la imprudencia, y entendió aconsejable esperar que le entregara el dinero y por qué no, hasta el caballo ya que, a fin de cuentas, el comerciante parecía sincero.
Y me decía mi abuela, que ambos hombres conversaban ya como viejos amigos mientras el tiempo pasaba. La conversación ya se animaba, cuando el sargento irrumpió en la tienda. El bodeguero al verlo exclamó: -¡Sargento, detenga a este hombre!
En unos segundos, el hombre quedó sin machete y detenido. El bodeguero tomó las muletas que tenía debajo del mostrador y caminó en dirección al sargento que sostenía al asaltante, quien al fin pudo ver que en realidad debajo del mostrador había dos muletas, que sustituían la pierna que le faltaba al infeliz comerciante que no era capaz de matar ni a una mosca.
El sargento le dijo al bodeguero: -Te salvó tu costumbre de esconder las muletas- A lo que él respondió: -No Sargento, me salvó mi fe en Dios, que me dio paciencia para entretener a este hombre hasta que usted llegara. Yo confié en Dios y no me defraudó. ¿Podría usted hacer lo mismo?

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