Nos cuidaron día y noche cuando éramos recién nacidos, cuando éramos niños y hasta cuando dejamos el hogar de origen para formar nuestro propio hogar. Pasaron noches en vela preocupados por nosotros, cuando teníamos fiebre o algún dolor de muelas. Y también, cuando logramos nuestra independencia y llegábamos tarde a casa nos esperaban despiertos, hasta que se aseguraban de que estuviéramos nuevamente a salvo en el hogar.
Nos criaron, y nos vieron crecer y embellecernos “a fuerza de arrugas y canas" por su parte. Pero el tiempo no los perdonó, y ya no son los seres fuertes de ayer. Su espalda se ha encorvado; sus facciones, antes tersas y firmes, se han ido cayendo, desfigurando su rostro hermoso de antaño para dar lugar a una sucesión innumerable de arrugas, bolsas en los ojos y manchas en la piel. Sus párpados se han caído, y aquellos ojos, antes grandes, brillantes y penetrantes, han dado paso a las cataratas.
Su paso ya no es firme y elástico, sino irregular, torpe y pausado. Sus manos ya no son tan fuertes, sino trémulas. Su hablar ya no es tan penetrante, ágil y sonoro, y sus oídos ya no les permiten entenderte cada palabra que pronuncias, y ante tu impaciencia te piden que les repitas nuevamente lo que les acabas de decir.
Además, muchos los consideran una molestia, y rápidamente, como un simple trámite, los colocan en asilos de ancianos que, aunque muchos son de una calidad encomiable, no dejan de ser “cementerios de elefantes”, lejos del afecto y la contención de la familia. ¿No merecen que les retribuyamos tanto “derroche” de amor y sacrificio que hicieron por nosotros, durante nuestros años de indefensión, cuando más los necesitábamos, en vez de abandonarlos a su suerte, dejando que se mueran lentamente (otras veces no tanto) de inanición emocional?
Si tienes la gran bendición de contar con tus padres, o con tus abuelos, y estos ya son ancianos, no dejes de darles, como nos pide el texto, la honra, el respeto, el amor y el cuidado que merecen y necesitan.
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