“El perdón es algo curioso; calienta el corazón y enfría la picadura”.
Todos hemos leído un millón de artículos sobre el perdón y escuchado mil charlas sobre el tema, pero de todas maneras, es muy difícil de practicar. El perdón no es fácil para la mayoría de nosotros.
Cada vez que alguien nos lastima quedamos con un sentimiento de herida, ira y venganza. Nos es muy difícil pasar por alto la herida que alguien nos ha infligido. Pero el perdón no es olvido, es simplemente obviar, no tener en cuenta la herida. No es algo que damos a otros sino a nosotros mismos.
La herida y el dolor que alguien nos causa, pudieran estar siempre como parte de nuestra vida, pero el perdón nos ayuda a soltar su agarre para que podamos seguir adelante.
Y en cuanto a quién perdonar, comencemos con un amigo que nos ha lastimado mucho, o el extraño que nos pisó el callo en un bus, y luego a aquellos entre esos dos extremos.
Perdonarnos a nosotros mismos es también importante. Y perdonémonos rápido ya que entre más tiempo nos tomemos y más lo pensemos, puede que nunca estemos listos para hacerlo. Así que hagámoslo tan pronto como podamos porque aunque no cambie el pasado, definitivamente cambiará el futuro.
Y recordemos: “No perdonar es como ingerir raticida y esperar que la rata muera”.
Hoy día, algunos sectores del cristianismo han mistificado el perdón, convirtiéndolo en “atadura” para quienes nos han ofendido y a quienes no hemos perdonado. Sin embargo, la razón principal por la que el Señor nos llama a perdonar es precisamente porque, al no hacerlo, somos nosotros mismos los más perjudicados. Y en esto, incluso la ciencia confirma el impacto sobre nuestros cuerpos de la amargura resultante del no perdonar.
Así que vivamos la vida abundante que Dios nos ofrece, dando el indispensable primer paso: perdonando a quienes nos ofenden.
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