En toda la creación de Dios, solo una cosa no tuvo su aprobación inicial. Contempló a Adán, quien era el único ser de su clase, y dijo: “No es bueno que el hombre esté solo” (Génesis 2.18). El Señor nos creó para que tengamos una relación emocional, mental y física, de modo que podamos compartir nuestra vida con otros.
Jesús explicó esto a sus discípulos, diciéndoles que debían amarse unos a otros como Él les había amado. En una amistad que honra a Dios, dos personas se edifican mutuamente y se incentivan una a la otra a tener un carácter centrado en Dios. Sin embargo, muchas no logran entablar y mantener relaciones que estimulen su fe (Proverbios 27.17). En vez de esto, lo que hacen es hablar de trivialidades como el clima, los malos jefes y la política. Lamentablemente, también los creyentes rehuyen la conversación profunda en cuanto al pecado, la transparencia de conducta y la vida conforme a los principios bíblicos.
Las relaciones sólidas comienzan cuando las personas deciden arriesgar su orgullo y su seguridad para amar como lo hizo el Señor Jesús. Reconocen que una de las razones por las que tenemos amigos, es motivarnos unos a otros hacia una vida de santidad. En la amistad, en la que hay confianza y humildad, dos personas se confiesan sus faltas, se amonestan amablemente y comparten sus cargas.
Los muros que construimos para mantener alejadas a las personas son, con frecuencia, defensas contra Dios, pues no las queremos muy cerca de nuestros asuntos personales. Pero a medida que los creyentes aprendemos a compartir con franqueza nuestros asuntos con hermanos en Cristo, desarrollamos la capacidad de ser más sinceros con Dios.
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