De la manera que habéis recibido al Señor Jesucristo, andad en él; arraigados y sobreedificados en él, y confirmados en la fe, así como habéis sido enseñados, abundando en acciones de gracias. Colosenses 2:6-7
Probablemente en la región del Colorado se encuentran los árboles más grandes del planeta, pero algunos yacen en el suelo. Uno de ellos, un magnífico árbol en el pasado, fue especialmente estudiado. Los botánicos creen que ya había alcanzado el tamaño de un árbol adulto cuando Cristóbal Colón descubrió a América. Los científicos pudieron verificar que había sido azotado más de catorce veces por los rayos, y que a lo largo de los siglos había soportado múltiples tormentas. Siempre había resistido victoriosamente a los impetuosos vientos de esta región. Entonces, ¿qué lo destruyó? Simplemente, unos minúsculos insectos que, año tras año, habían carcomido sus raíces y la base de su tronco. Y un día el gigante cayó, vencido por enemigos casi invisibles.
Igual que algunos cristianos que de repente se desploman, moral y espiritualmente. Las causas reales de su caída no son grandes pruebas o dificultades especiales, sino la acción lenta y repetida de pequeñas cosas aparentemente insignificantes: búsqueda de popularidad, un mal carácter, rencores, negarse a perdonar, pequeñas faltas a la verdad, a la honestidad, negligencia en la lectura de la Biblia, en la oración…
Pero a diferencia de ese árbol que cayó definitivamente, un creyente siempre puede confesar a Dios lo que lo ha alejado de Él y así, volver a encontrar el gozo de su relación con el Señor. Recordemos que la vida cristiana está formada por detalles en los cuales somos llamados a serle fieles.
Pero a diferencia de ese árbol que cayó definitivamente, un creyente siempre puede confesar a Dios lo que lo ha alejado de Él y así, volver a encontrar el gozo de su relación con el Señor. Recordemos que la vida cristiana está formada por detalles en los cuales somos llamados a serle fieles.
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