“No se angustien. Confíen en Dios, y confíen también en mí” (Juan 14:1).
Es la expresión de Jesús lo que nos asombra. Nunca hemos visto su rostro de esta forma.
Jesús llorando, claro.
Jesús severo, eso también.
Pero,... ¿Jesús angustiado? ¿Con las mejillas surcadas de lágrimas ¿Con el rostro bañado en sudor? ¿Con gotas de sangre corriendo por su barbilla? Usted recuerda esa noche, ¿verdad?
Jesús se arrodilló y empezó a orar: “Padre, si quieres, no me hagas beber este trago amargo; pero no se cumpla mi voluntad, sino la tuya”,. …y su sudor era como gotas de sangre que caían a tierra" (Lc.22:41-44).
Jesús estaba más que ansioso; tenía miedo. Es notable que Jesús sintiera tal temor. Pero qué bondad la suya al contárnoslo.
Nosotros tendemos a hacer lo contrario. Disfrazamos nuestros miedos. Los ocultamos. Ponemos las manos sudorosas en los bolsillos, la náusea y la boca seca las mantenemos en secreto. Jesús no lo hizo así. No vemos una máscara de fortaleza. Por contra, sí escuchamos de Él una petición de fortaleza:
"Padre, si quieres, no me hagas beber este trago amargo". El primero en oír este temor fue su Padre. Podía haber acudido a su madre. Podía haber confiado en sus discípulos. Podría haber convocado una reunión de oración. Todo podría ser apropiado, pero ninguna otra cosa era su prioridad.
¿Cómo soportó Jesús el terror de la crucifixión? Primero fue al Padre con sus temores. Fue ejemplo de las palabras del salmo 56:3: Cuando siento miedo, pongo en ti mi confianza.
Haga lo mismo con sus temores. No eluda los huertos de Getsemaní de la vida. Entre en ellos, pero no entre solo. Mientras esté allí, sea honesto. Se permite golpear el suelo. Se permiten las lágrimas. Y si su sudor se convierte en sangre, no será usted el primero. Haga lo que Jesús hizo: abra su corazón.
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