“¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos!”
(Romanos 11:33)
En 1802, el navegante y cartógrafo británico, Matthew Flinders, subió a la cumbre más alta de Middle Island, al occidente de Australia. Fue entonces cuando divisó algo completamente extraordinario. En medio de un exuberante bosque de eucaliptos y ondulantes dunas de arena blanca, se dibujaba un fascinante lago completamente rosa. Con seiscientos metros de longitud y 250 metros de anchura, el Lago Hillier deslumbra al viajero y su color intenso es un espectáculo a los ojos.
A pesar de que su descubrimiento tiene dos centurias cumplidas, los científicos aún no pueden descifrar a qué se debe tan particular coloración. Hay muchas teorías, pero ninguna es completamente satisfactoria. El mundo entero puede disfrutar de tan inmensa belleza, pero de momento no puede comprender todos los misterios que este enigmático lago encierra. El Lago Hillier es un recordatorio de nuestro límite, de nuestro fin, de la pequeñez humana en relación al complejo mundo que nos rodea, y del inmenso desconocimiento del hombre.
El Lago Hillier recuerda a Dios, y la experiencia del curtido marino ilustra nuestra fascinación ante lo indescriptible de su deidad. ¿No te ocurre lo mismo? Desde la montaña de la salvación en Cristo hemos divisado la naturaleza esplendorosa del Señor para darnos cuenta, cada vez más, de nuestras limitaciones para explicarnos su grandeza. No importa cuánto procuremos entender sus misterios, ni cuánto hagamos por explorar su sabiduría, que siempre alcanzaremos sólo un atisbo de lo que Él es.
Esto no debe desanimarnos en absoluto. Nuestra relación con Dios no se deteriora por lo que no conocemos de Él, sino que se potencia en lo que vamos viendo y experimentando sobre Él. Un día lo que es en parte se acabará (1 Corintios 13:10), pero en tanto ese momento llega, podemos mirar al Señor y disfrutar de su gloria sin muchas preguntas. Tal contemplación nos hará mejores, a semejanza de su Hijo: “Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Corintios 3:18).
Acerquémonos a Dios como el viajero que se admira ante lo indescriptible de un paisaje. Como el peregrino que se detiene ante un monumento. Como el navegante que se enamora de las centelleantes estrellas sin llegar a conocer el nombre de todas ellas. La existencia es más juiciosa cuando la adornamos con las actitudes correctas. La vida es más feliz, cuando nuestra contemplación de Dios no se ve empañada por el escepticismo y las opiniones vacilantes de este mundo.
Si algo debemos asumir en verdad, es que debemos tener cada vez más clara nuestra necesidad de apreciar lo inentendible. Dios es invisible, inescrutable, infinito, omnisciente, omnipotente y eterno. Ello sobrepasa nuestra comprensión, pero no eclipsa nuestra capacidad de asombro y adoración.
Hoy y siempre sirvamos al “bienaventurado y solo Soberano, Rey de reyes, y Señor de señores, el único que tiene inmortalidad, que habita en luz inaccesible; a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver, al cual sea la honra y el imperio sempiterno. Amén” (1 Timoteo 6:15,16).
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