“Para que seáis irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha en medio de una generación maligna y perversa, en medio de la cual resplandecéis como luminares en el mundo”
(Filipenses 2:15).
Soy afortunado al tener a mis cuatro abuelos vivos todavía. Son como robles de muchos años que mientras más edad tienen, más hermosos y robustos se ven. Ellos han pasado por muchos cambios, la vida no es la misma, el mundo ha cambiado demasiado rápido y a veces todo les resulta confuso y raro. Hay muchas cosas que han dejado de ser como antes ya que la celeridad de los tiempos modernos no pide permiso. Extrañan muchas cosas que les ha quitado la modernidad, entre ellas, las estrellas. Ya no se ven como antes, no titilan como antaño. Su fulgor no es el mismo que el que experimentaban en una cálida noche de verano de antaño. Alguien les ha robado los refulgentes astros que les recuerdan a mis abuelos su feliz romance.
No exagero, mire al cielo esta noche y verá que no miento. Un ladrón de estrellas se ha llevado cada constelación, cada figura en el firmamento. No creo en cuentos de hadas, no es culpa de duendes traviesos ni de magos juguetones. Es responsabilidad total de las luces artificiales que son cada vez más numerosas en nuestra curiosamente llamada “civilización”. El fenómeno de la contaminación lumínica ocurre en nuestras ciudades todas las noches. La emisión de flujo luminoso en miles de direcciones nos quita la hermosa vista de las estrellas. Tan común es, que ya no echamos de menos los grupos, ni tampoco los diferentes astros de ellos, ni los planetas. Nos hemos acostumbrado a vivir sin ver las estrellas. Esto me preocupa de muchas maneras. Me asusta que unas luces defectuosas me hagan olvidarme de lo bello de la naturaleza. Me preocupa aún más que dejen de importarme otras cosas más esenciales.
Tengo que confesar que no veo mucha misericordia últimamente, ni mucha justicia, ni mucha generosidad. Estamos rodeados de la barbarie y el desenfreno. Eso me intranquiliza, pero no por ello debo dejar de esperar la bondad, la justicia y la buena voluntad. Que las acciones contaminantes de otros no vengan a cegarme, a quitar mi anhelo por lo auténtico y lo mejor de Dios.
Hay un millón de luces alumbrando sin razones verdaderas buscando encandilar al de al lado para prevalecer sobre él. La hostilidad y la maldad campean. La guerra, el odio, el terror son multidireccionales y alcanzan todos los estratos sociales. No parece haber nada después de todo esto, sólo caos. Sin embargo, hay estrellas que alumbran todavía. A pesar de la contaminación, y más allá de ella, hay una pléyade de creyentes renacidos por el Espíritu Santo. Luces sin contaminación que brillan con la luz de Jesús. No se abren paso a la fuerza, no buscan protagonismo, no se andan con megalomanías. Están firmes en el firmamento de su testimonio e integridad cristiana.
No hay que buscar un potente telescopio para verlas, sólo dejar de distraerse con tantas luces falsas. Ahí están, en los trabajos, en los colegios, en los vecindarios. Han decidido seguir alumbrando a pesar de la falsedad de un millón de pretendidas luminarias. Seamos esas luces que no se apagan por fuerte que soplen los vientos. Luces que no se cansan de alumbrar porque saben que en algún recodo del camino, en algún sitio, hay alguien que sigue creyendo que hay esperanza, que las estrellas siguen existiendo.
¿Sabes lo que me pasa cuando veo una estrella? Me acuerdo de que el Creador está ahí, detrás de cada una de ellas y en cada una de ellas. Cuando el mundo nos vea iluminando verán también al Señor detrás de nosotros y en nosotros. Quizás se nos unan, puede que por nuestra luz, sumemos al firmamento una nueva estrella.
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