“El hombre que tiene amigos ha de mostrarse amigo; y amigo hay más unido que un hermano”
(Proverbios 18:24)
Cuando salí de Cuba para ser misionero en España, tuve que dejar atrás la mayor parte de mi biblioteca. Quedaron allá cientos de libros de gran valía, marcados con fluorescentes de distintos colores y llenos de anotaciones surgidas de la meditación de muchas horas de lectura. Como albacea, dejé a mi hermana, quien celosamente los guarda como si se tratara de la Biblioteca de Alejandría. Pienso en aquellas lecturas de vez en cuando. Llegan a mi memoria trozos de este libro y de aquel otro. Me acuerdo de verdades que descubrí o reafirmé mientras pasaba la vista por todas esas páginas. Dios usa todo ello para mi edificación y provecho espiritual. Esta mañana, el recuerdo de una de esas lecturas me atrapó y me hizo pensar en un importante tema: la amistad.
Este tipo de amistad no es sólo cosa de fábulas. La Biblia habla de grandes amigos que se cuidaron entre sí y dejaron un legado para las siguientes generaciones. La historia de David y Jonathan es una de las más excelente de todas. Cuando el hijo de David, Salomón, escribió algunos de sus proverbios sobre la amistad, posiblemente tenía en mente a su padre y al hijo de Saúl. El Predicador escribió: “En todo tiempo ama el amigo, y es como un hermano en tiempo de angustia” (Proverbios 17:17). ¿Es posible ese tipo de amistad hoy? ¿Se puede estar tan cerca de otro sin importar los tiempos que corren: las crisis, las desventuras, los personalismos, la egolatría, el afán, el espíritu de competencia y las megalomanías? ¿Es acaso la amistad sólo un mito, una fábula? ¡Claro que no!
El apóstol Pedro escribió a la iglesia: “Finalmente, sed todos de un mismo sentir, compasivos, amándoos fraternalmente, misericordiosos, amigables;” (1 Pedro 3:8).
Una amistad leal, comprometida y trasparente no sólo debe ocurrir en un país imaginario llamado Monomotapa. También debe existir en la vida real. Hoy no se cree mucho en estas cosas, pero no debe ocurrir lo mismo entre los que profesan conocer a Jesús. Sigamos el ejemplo de aquellos que se abrazaban en el circo romano protegiéndose unos a otros de los gladiadores y las fieras. Imitemos a los millones de mártires que por no delatar a un amigo dieron su vida por el evangelio.
Repitamos el comportamiento de nuestro Señor Jesús, quien nos enseñó que: “Nadie tiene mayor amor que éste, que uno ponga su vida por sus amigos” (Juan 15:13).
Osmany Cruz Ferrer
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