jueves, 20 de septiembre de 2012

Cruzando el Desierto

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Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los malvados, ni se detiene en la senda de los pecadores ni cultiva la amistad de los blasfemos, sino que en la ley del Señor se deleita, y día y noche medita en ella. Es como el árbol plantado a la orilla de un río que, cuando llega su tiempo, da fruto y sus hojas jamás se marchitan. ¡Todo cuanto hace prospera!
(Salmos 1:1-3 NVI1984)
El desierto, por su escasez de agua y vegetación que regulen la temperatura, posee días tórridos de extremo calor y un sol que produce ceguera. Por el contrario, sus noches son frías, heladas y oscuras.
Para nosotros, a menudo la vida cristiana muy lejos de ser como el árbol plantado junto a la orilla de un río, como expresa el Salmo, más bien se parece a un árido desierto. A veces los problemas, las angustias, la tristeza, el dolor, las dudas, los fracasos, hacen estragos en nuestras vidas y de pronto nos encontramos en soledad en un árido desierto en el que de día la misma luz nos enceguece y no nos deja ver, y las noches son frías, tristes y oscuras. Nos hallamos caminando en círculos sin rumbo y sin saber hacia donde vamos. Donde la luz proyecta más sombras que luces, donde hay más incertidumbres que certezas.
En la Biblia encontramos a Moisés en el desierto. Después de matar al egipcio dejó su palacio, en el que vivía como un príncipe, y huyó al desierto. Una buena parte de su vida pasó en ese lugar árido. Un día el Gran Yo Soy se presentó delante de él y le habló. Le encomendaba en ese momento la gesta libertadora más grande de todos los tiempos: nada más ni nada menos que sacar a su pueblo de la esclavitud de Egipto.
Moisés, a esa altura de los acontecimientos, despojado de toda realeza, era un hombre común, como tú, como yo; ante Dios, gestando en el desierto una de las victorias más grandes de la historia de la humanidad.
Esto me ayudó a comprender medianamente, o por lo menos a aceptar el sufrimiento actual en esta vida, habida cuenta de que al echar una rápida mirada hacia atrás y ver el camino recorrido veo que en mi vida han pasado ya unos cuantos desiertos y, sin excepción, al final de cada uno de ellos una victoria de la mano del Señor me ha estado aguardando. Tuve que quemarme en las arenas del desierto, tuve que transitar por esa senda sin senda para pulir mis asperezas, para tomar decisiones, para crecer y estar en condiciones de más y mejores cosas para Dios. Mientras más calientes han sido las arenas, mientras más cerrada y fría ha sido la oscuridad de la noche, más resonante ha sido la victoria… tal como Moisés.
Todos los desiertos son extremos, pero gestadores de victorias. Es doloroso quemarse en las arenas del desierto. Es quebrantador sentir el frío de sus noches en medio de la densa oscuridad. Pero a veces necesitamos caminar a través de ellos en pro de nuestra siguiente conquista. El adicto a las drogas, el alcohólico, el hombre común que renuncia a algún hábito perjudicial para su vida y/o salud; el cristiano que toma una decisión importante para Cristo y dice: ¡Sí, heme aquí Señor! y acepta su llamada, todos ellos cuando salen de su Egipto no es fácil ni agradable su camino. Cuando una nueva vida se presenta hay que construirla ladrillo a ladrillo, caminarla paso a paso en medio de calientes arenas o en la soledad y frío de la noche. Y eso no es fácil, agradable, ni mucho menos placentero.

Es entonces, cuando las palabras del Salmo cobran el verdadero valor y sentido que tienen: no destacan al hombre sino que exaltan a Nuestro Señor como fuente inagotable de alimento, consuelo y de vida para que seamos como ese árbol plantado junto a las corrientes de un río… en donde estemos, un oasis en medio de cualquier desierto, habida cuenta de que al final de las calientes arenas, una victoria nos aguarda.

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