lunes, 15 de mayo de 2017

El Plan de Dios para la humanidad

Algunos dicen que nos estamos dirigiendo a la extinción; otros, a una dorada era de paz. Pero, ¿qué dice Dios?
La revista Scientific American publicó un artículo en el que se consideraba qué tipo de futuro podía esperar la humanidad. Entre las preocupaciones por los brotes del virus del ébola, del holocausto nuclear y de la manipulación de los genes humanos, estaba la pregunta “¿tiene la humanidad un futuro más allá de la Tierra?” Después de evaluar potenciales ambientes en otros lugares del sistema solar, un cosmólogo y astrofísico británico llegó a la conclusión de que la emigración en masa de nuestro planeta sería un “espejismo peligroso”.
Resultado de imagen de El Plan de Dios para la humanidadPero, irónicamente, vale la pena considerar la misma pregunta desde un punto de vista espiritual. La Biblia describe también un destino para los habitantes del mundo: un cielo nuevo y una Tierra nueva. Pero, a diferencia del espacio exterior, será un ambiente perfectamente adecuado para nosotros.
Lea Apocalipsis 21-22
Génesis 1-2 Durante el relato de la creación, Dios dijo: “Haya…” o simplemente “Sea …” y todo lo que Él dispuso llegó a existir. Pero esto cambió en Génesis 1.26, cuando dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza”. Luego, en el capítulo 2, descubrimos que Dios “formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida”, e hizo a Eva de la costilla de Adán (Génesis 2.7, 22).
Solo en la creación de Dios, la humanidad recibió tal atención personal, práctica y directa. Adán y Eva no solo fueron creados a imagen de Dios, diseñados y formados personalmente por Él, sino que, además, se les dio autoridad sobre todos los animales y se les confió el cultivo y la conservación del huerto. La humanidad fue la cúspide de la creación de Dios.

¡Mañana, no!… ¡Hoy mismo!

Pues tendré misericordia de sus iniquidades, y nunca más me acordaré de sus pecados.”(Hebreos 8:12) 
Ella se lo había advertido una y otra vez; se lo había pedido con diferentes tonos, de diferentes formas, pero no había conseguido absolutamente nada, pues él, su esposo, había persistido en sus malas decisiones, desafiando a la vida, toreando a la muerte, sobreviviendo en el borde del abismo. Hasta que llegó el día en que los presagios de ella se cumplieron, pues aquel ladrón confeso había sido apresado por una serie de fechorías, para las cuales no existía misericordia, ni rescate o fianza válidas. La sentencia era contundente e inapelable y se llevaría a cabo en unos momentos: muerte en la cruz.
Y allí estaban ahora, tres destinos pendiendo en sendos maderos: a un lado su esposo, al otro lado, el compinche de éste, y en el centro, alguien a quien llamaban Rabí, Mesías, Jesús…
A esas alturas a ella se le había acabado el deseo de mirar a su marido; por eso desde que comenzó la ejecución se mantenía cabizbaja, gastando las últimas lágrimas que le quedaban después de años de convivir con el sufrimiento. No se atrevía a mirar… ¿para qué?, si conocía de memoria la mueca de frustración sembrada tanto tiempo en el rostro de su hombre. No lo miraba, únicamente esperaba el momento en que alguien de la soldadesca fuese a quebrantar las piernas de los crucificados.
De pronto, un diálogo inusual se dio arriba, sobre la cabeza de la mujer. La voz de su esposo manifestando: “Acuérdate de mí, cuando vengas en tu reino”. Lucas 23; 42 Y la respuesta inmediata de parte del personaje del centro: De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso”. Lucas 23; 43

El enemigo a nuestro alrededor

Porque nada de lo que hay en el mundo ―los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida― proviene del Padre, sino del mundo. (1 Juan 2:16)                   
Las áreas concretas mencionadas en este versículo son en las que debemos luchar contra el pecado. No basta con decir: “No améis el mundo”. Debe ser todo aquello con lo que de hecho tenemos contacto, de modo que Juan añade: “nada de lo que hay en el mundo”, y lo define así. Nos da una lista de estos aspectos diferentes diciendo: “Estos no provienen del Padre, sino del mundo”. Con el fin de rechazar una filosofía determinada, es preciso que lo hagamos mediante ciertas acciones concretas.
Ésta, la primera, dice: la codicia de la carne. En las Escrituras la palabra carne se refiere a algo más que el cuerpo. Es la naturaleza pecaminosa, la condición caída de la humanidad que se encuentra presente en el cuerpo. ¿En qué consiste esta codicia de la carne? Hay ciertas cosas que nuestro cuerpo desea, perfectamente adecuadas y que han sido dadas por Dios, porque Dios nos ha creado como humanos para que sintamos ciertos estímulos y deseos, y el satisfacerlos no es malo. Pero la carne, esa propensión pecaminosa en nosotros, siempre quiere añadir algo que va más allá de lo que es satisfacer los deseos que nos han sido dados por Dios.
Hay una segunda división que Juan pone ante nosotros: los deseos de los ojos. ¿Cuáles son estos? El ojo simboliza lo que complace a la mente o a la vida. El deseo de los ojos, al igual que el de la carne, va más allá de las sencillas necesidades. Nuestras mentes fueron creadas por Dios para buscar y para inquirir, para enterarnos de los grandes hechos de la revelación o de la naturaleza ante nosotros, para que los examinemos. Pero estos tienen ciertas limitaciones, ya que hay limitaciones en la naturaleza y también en la revelación. La carne aprovecha este permiso básico y lo lleva más allá de la voluntad de Dios hasta extremos que nos está prohibido llegar.

El Consolador

 Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad, porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oiga y os hará saber las cosas que habrán de venir. Juan 16;13
Cuando subí al avión para ir a estudiar a una ciudad lejana, me sentí nerviosa y sola. Pero durante el vuelo, recordé cómo Jesús les prometió a sus discípulos la presencia consoladora del Espíritu Santo.
Los amigos de Jesús seguramente quedaron desconcertados cuando Él les dijo: «Os conviene que yo me vaya» (Juan 16:7). ¿Cómo podían ellos, que habían presenciado sus milagros y aprendido sus enseñanzas, estar mejor sin Él? Sin embargo, Jesús les dijo que, si se iba, vendría el Consolador, el Espíritu Santo.
Cuando llegaron sus últimas horas en la Tierra, Jesús les compartió algo a sus discípulos (en Juan 14–17, el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce; pero vosotros lo conocéis, porque vive con vosotros y estará en vosotros) para ayudarlos a entender su muerte y ascensión. Lo fundamental de esta conversación fue la venida del Espíritu Santo, un consolador (14:16-17) que estaría con ellos (15:15), les enseñaría, testificaría (verso 26) y los guiaría (16:13).
Los que aceptamos la nueva vida que Dios nos ofrece, recibimos este regalo de su Espíritu que mora en nosotros, nos convence de pecado y nos ayuda a arrepentirnos. Este Consolador nos conforta cuando sufrimos, nos fortalece para soportar las pruebas, y nos da sabiduría para entender las enseñanzas de Dios, esperanza y fe para creer, y amor para compartir.

Padre, gracias por enviar a tu Hijo a salvarnos y a tu Espíritu a consolarnos.
El Espíritu Santo llena a los seguidores de Jesús.