Con el avance de la ciencia y la tecnología, y junto a ellas, las personas se han visto obligadas a andar de pueblo en pueblo y a veces de país en país por razones de estudio o trabajo. En todas las ciudades del mundo hay un constante desplazamiento.
Unos que vienen para la ciudad y otros que la abandonan, por lo que casi nadie se conoce y mucho menos se establecen relaciones amistosas, ni siquiera con los propios vecinos. Las viejas costumbres van desapareciendo en la medida que la revolucionaria nueva era trae los cambios.
Sin embargo, esto no fue siempre así; hubo una etapa de la vida en la que en todos los pueblos, y sobre todo si estos eran pequeños, todo el mundo se conocía, porque todos trabajaban y estudiaban en la misma ciudad, y raras veces alguien se ausentaba de ella.
En estos pequeños pueblos, generalmente existía un personaje fuerte, abusador, intimidador y guapetón al que llamaban el guapo del barrio. Este individuo dominaba todo el barrio y, cuando no, gran parte del propio pueblo. No gustaba de trabajar; pero sí vestía bien y pasaba la mayor parte del día de bares y cantinas, donde siempre encontraba un grupo de temerosos aduladores que le pagaban sus tragos y le reían sus chistes. Había uno así, que le llamaban “El Bravucón”, que era impetuoso; veamos qué pasó con este sujeto.
El Bravucón medía casi dos metros de alto y pesaba unos 120 kilogramos de pura musculatura. Cuando hablaba, o mejor dicho, cuando gritaba, porque no sabía hablar, parecía como si estuviera tronando, y a todos le llamaba la atención ver de dónde salía aquel torrente de voz tan potente; ocasión que aprovechaba nuestro protagonista para exponer las reglas de su juego. Él mismo se identificaba, no necesitaba presentador porque todos lo conocían; pero por si acaso en el bar alguno de los presentes no era del pueblo y estaba solo de paso, decía: -Aquí llegó El Bravucón, y trae hambre y sed.