jueves, 23 de marzo de 2017

El rescate de la condición original

El hombre, en su inmensa arrogancia, abriga la ciencia con su terquedad de corazón. Somos hechos a imagen y semejanza de nuestro Padre, pero recuerden, hermanos míos, que somos una copia imperfecta y finita de algo inconmensurable, infinito, inigualable, y aún así, intrascendental por nuestra parte. Son precisamente las cualidades del Padre las que anhelan los hombres, con su espíritu rebelde; quieren sus cualidades, sí, pero no cumplen sus mandamientos.
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Queremos llegar a la inmortalidad matando, llegar a la sabiduría ocultando, llegar a los cielos aunque para ello tengamos que quemar la tierra. Ése es el camino por donde anda transitando una gran parte de nuestros congéneres. Vemos y valoramos aquí, en esta edad, cómo la ciencia es el arma empleada por los hombres, pero la ciencia aniquila, disminuye, empobrece, resta. Nada es dado a cambio de nada, todo tiene un precio, pero el día que el hombre acepte la palabra del Padre, cuando la historia sea consumada, cuando sea la hora del fin de las cosas, los que prevalecerán serán los que han andado por el camino sin sentarse a descansar aunque sus pies estén agrietados; serán los que así hayan hecho. Verán, reconocerán, admirarán, y entonces dirán: la Gloria de Dios es abundante, compensadora y suficiente, fuera de ella todo carece de fundamento.

Todo tiene su tiempo

Dios dice en el libro de Eclesiastés que hay un tiempo para todo lo que se quiera hacer mientras tengamos vida. Él sabía perfectamente que solo nos gustarían los tiempos “buenos” y que ante la adversidad, querríamos esconder nuestra cabeza en la tierra como hacen los avestruces.
Como a Dios no se le escapa nada, aunque nosotros creamos que a veces pestañea y algo se le pasa, se preocupó de dejarnos POR ESCRITO la certeza de que nada de lo difícil que vivamos será eterno, pero que sin embargo, tenemos que vivirlo porque es parte de nuestro proceso de aprendizaje. De un aprendizaje experiencial, que tiene una riqueza y un valor únicos porque NADIE lo puede aprender por mí, o no lo puede aprender como lo hago yo.
En el capítulo 3 de Eclesiastés se encuentran grandes verdades sobre muchos procesos que vivimos en el ámbito espiritual y emocional. Todos en algún momento de la vida experimentamos un nuevo nacimiento, que fue el día en que permitimos que Cristo viviera en nuestro corazón, pero también vivimos procesos en los que sueños que teníamos no se cumplieron, en que planes y proyectos desaparecieron, o personas con quienes contábamos ya no están más. Ha habido épocas en que hemos entregado tiempo, afecto, recursos y ayuda, así como también los hemos recibido. Ha habido tiempos en que ha sido necesario desarraigar cosas de nuestro carácter o de nuestra vida, porque avanzamos hacia otra etapa y debemos ir más livianos y empezar desde cero; o bien, aquello que hemos construido: amigos, familia, trabajo, profesión ya no son suficientes ni nos llenan el alma y necesitamos centrarnos en aquello que es lo más relevante AHORA.
Así también, experimentamos momentos de mucho dolor y momentos de extrema felicidad en los que sentimos que el corazón nos va a explotar de tanta alegría; los celebramos y compartimos con el mundo entero, y otras veces decidimos guardarlos solo para nosotros. Vivimos instantes en los que buscamos muchas respuestas y queremos alcanzar muchos logros académicos, profesionales, personales, espirituales, etc. Y otros en los que solo despertar con vida es suficiente… Así somos, vivimos y transitamos por muchos estados, y Dios lo sabía tan bien que se anticipó a nuestras crisis existenciales y escribió ese capítulo para mostrarnos que TODO es pasajero, que no debemos preocuparnos de manera excesiva cuando las cosas no están bien, y que no debemos acomodarnos y “dejarnos llevar” cuando las cosas están muy bien.

Todos los días de tu vida

«Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se alarguen en la tierra que Jehová, tu Dios, te da» (Éxodo 20: 12).
«Honra a tu padre y a tu madre”, que es el primer mandamiento con promesa, para que te vaya bien y seas de larga vida sobre la tierra» (Efesios 6: 2-3).

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Nunca había entendido lo que significaba el quinto mandamiento hasta que llegaron mis años dorados y estuve del lado receptor del mandato. Ahora aprecio más que nunca que Dios pida a los hijos que honren a sus padres, incluso cuando somos ancianos, en lugar de dejarnos a un lado acumulando polvo, especialmente los que somos propensos a desarrollar demencia senil. Dios nunca tuvo la intención de que los padres estén solos en su vejez, sino que disfruten con sus hijos el mayor tiempo posible.
¿Qué significa honrar a nuestros padres? Significa cultivar un espíritu de gratitud hacia ellos, porque nuestros padres han hecho mucho más por nosotros de lo que imaginamos. Han hecho sacrificios que solo entendemos parcialmente. El quinto mandamiento está vigente para los niños y los jóvenes, para los adultos y los ancianos. No hay etapa en la vida en que los hijos estén excusados de honrar a sus padres. Esta solemne obligación rige para cada hijo e hija, y es una de las condiciones impuestas para que su vida se prolongue en la tierra que el Señor da a los fieles. 
EI quinto mandamiento no solo requiere que los hijos sean respetuosos, sumisos y obedientes a sus padres, sino que también los amen y sean tiernos con ellos, que los alivien con sus cuidados, que protejan su reputación, y que los ayuden y consuelen en su vejez.

La penitencia y el ayuno en la iglesia primitiva

Los primeros cristianos procuraron revivir en sus vidas la Pasión de Cristo, tomando la propia cruz para seguirle, identificándose con Él mediante el espíritu de sacrificio y de penitencia. Supieron encontrar la mortificación en su vida ordinaria, en el cumplimiento de sus deberes, en lo pequeño de cada día. Vivían la sobriedad.

La Iglesia de los primeros tiempos también conservó la práctica del ayuno, siguiendo el ejemplo de Jesús en el desierto. Los Hechos de los Apóstoles mencionan celebraciones de culto acompañadas de ayuno. Pablo, en su misión apostólica, no se conforma con sufrir hambre y sed cuando las circunstancias lo exigen, sino que añade repetidos ayunos. La Iglesia ha permanecido fiel a esta tradición, procurando mediante el ayuno disponernos a recibir mejor las gracias del Señor. 

Los textos que vienen a continuación de los primeros escritores cristianos reflejan cómo vivían el ayuno y la penitencia.


Necesidad de la mortificación
La penitencia y el ayuno en la iglesia primitivaEl alma se perfecciona con la mortificación en el comer y beber; también los cristianos, constantemente mortificados, se multiplican más y más. Muy importante es el puesto que Dios les ha asignado, del que no les es lícito desertar. Hermoso es mortificar el cuerpo. De ello te persuada Pablo, que sin cesar lucha y se sujeta con violencia (1 Corintios 9; 27), e inspira santo temor, con el ejemplo de Israel, a cuantos confían en sí mismos y condescienden con su cuerpo. Que te persuada el mismo Jesús, con su ayuno, su sometimiento a la tentación y su victoria sobre el tentador (Mateo 4; 1). 
No creamos que es suficiente un fervor pasajero de la fe, porque es preciso que cada uno lleve continuamente su cruz, para dar a entender de este modo, que es incesante nuestro amor a Jesucristo.  
El camino por el que viene el Señor, penetrando hasta dentro del hombre, es la penitencia, por la cual Dios baja a nosotros. De aquí el principio de la predicación de Juan: haced penitencia.   
La mortificación purifica el alma, eleva el pensamiento, somete la carne propia al espíritu, hace al corazón contrito y humillado, disipa las nebulosidades de la concupiscencia, apaga el fuego de las pasiones y enciende la verdadera luz de la castidad.   
Si eres miembro de Cristo, tú, quienquiera que seas, debes saber que todo lo que sufres por parte de aquellos que no son miembros de Cristo es lo que faltaba a la pasión de Cristo. Por esto la completas, porque faltaba; vas llenando la medida y no la derramas; sufres en la medida de que tus tribulaciones se han de añadir a la totalidad de la pasión de Cristo, ya que Él, que sufrió como cabeza nuestra, continúa ahora sufriendo en sus miembros, es decir, en nosotros.