El hombre, en su inmensa arrogancia, abriga la ciencia con su terquedad de
corazón. Somos hechos a imagen y semejanza de nuestro Padre, pero recuerden,
hermanos míos, que somos una copia imperfecta y finita de algo inconmensurable,
infinito, inigualable, y aún así, intrascendental por nuestra parte.
Son precisamente las cualidades del Padre las que anhelan los hombres, con
su espíritu rebelde; quieren sus cualidades, sí, pero no cumplen sus
mandamientos.
Queremos llegar a la inmortalidad matando, llegar a la sabiduría ocultando, llegar a los cielos aunque para ello tengamos que quemar la tierra. Ése es el camino por donde anda transitando una gran parte de nuestros congéneres. Vemos y valoramos aquí, en esta edad, cómo la ciencia es el arma empleada por los hombres, pero la ciencia aniquila, disminuye, empobrece, resta. Nada es dado a cambio de nada, todo tiene un precio, pero el día que el hombre acepte la palabra del Padre, cuando la historia sea consumada, cuando sea la hora del fin de las cosas, los que prevalecerán serán los que han andado por el camino sin sentarse a descansar aunque sus pies estén agrietados; serán los que así hayan hecho. Verán, reconocerán, admirarán, y entonces dirán: la Gloria de Dios es abundante, compensadora y suficiente, fuera de ella todo carece de fundamento.