«Y al que puede fortaleceros según mi evangelio y la predicación de Jesucristo, según la revelación del ministerio que se ha mantenido oculto desde tiempos eternos». Romanos 16: 25
El plan de nuestra redención no fue una reflexión ulterior, formulada después de la caída de Adán. Fue una revelación «del misterio que se ha mantenido oculto desde tiempos eternos» (Romanos 16: 25). Fue una manifestación de los principios que desde la eternidad habían sido el fundamento del trono de Dios. Desde el principio, Dios y Cristo sabían de la apostasía de Satanás y de la caída del ser humano seducido por el apóstata. El Señor no ordenó que el pecado existiese, sino que previó su existencia e hizo provisión para hacer frente a la terrible emergencia. Tan grande fue su amor por el mundo, que se comprometió a dar a su Hijo unigénito «para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna» (Juan 3: 16, RV60).
Éste fue un sacrificio voluntario. Jesús podía haber permanecido al lado del Padre. Podía haber conservado la gloria del cielo y el homenaje de los ángeles. Pero prefirió devolver el cetro a las manos del Padre y bajar del trono del universo, a fin de traer luz a los que estaban en tinieblas, y vida a los que perecían.