“...Jesús le dijo: Mujer, créeme, que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos; porque la salvación viene de los judíos. Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que lo adoren…” Juan 4:21-24
Cuando leemos el pasaje de Jesús y la mujer samaritana, nos percatamos de cómo en aquel tiempo habían proliferado los falsos adoradores. Tanto el culto que rinde esta mujer al pozo de Jacob (Juan 4:12), como su condición moral (Juan 4:18), y su apego a una localización específica como lugar de adoración (Deuteronomio 11:29), que responde a la vieja disputa entre judíos y samaritanos acerca de en qué lugar se debía rendir adoración, son muestra de patrones errados de adoración en el tiempo que acontece este encuentro.
En Su vida ministerial Jesús tuvo que tratar con muchos falsos adoradores, los cuales formaban parte de la jefatura religiosa de aquel entonces. Fariseos, saduceos, escribas y toda una pléyade desenfocada, se presentaban como el modelo de adoradores que cumplía las exigencias de Dios.
Desafortunadamente, la iglesia de hoy suele confundir el modelo del verdadero adorador con la pasión que muchos muestran en su quehacer para Dios.
Muchos somos dados a valorar las cosas por su manifestación externa; muy frecuentemente oímos comentarios como éste: “¡qué tremendo adorador es fulano!”, únicamente porque nos impacta la forma en que exterioriza su adoración.
Levantar las manos, cerrar los ojos, postrarnos en medio de la alabanza, hacer cosas para Dios y otras actitudes por el estilo, constituyen muchas veces el termómetro que utilizamos para medir la espiritualidad del cristiano, pero ya es hora de que, como pueblo de Dios, entendamos que la verdadera adoración guarda relación con lo que somos y no con lo que muchas veces hacemos.
Es bueno postrarnos, levantar las manos, cerrar los ojos, gritar de júbilo y otras tantas manifestaciones de adoración, pero ninguna de ellas puede ser la norma para determinar si estamos en presencia de un verdadero adorador.
Se puede estar postrado pero con el corazón erguido, levantar las manos pero de manera mecánica, saltar de júbilo pero solo por repetir lo que otros hacen o emprender proyectos para Dios buscando el aplauso humano. Pero la verdadera adoración no se centra en lo que hacemos sino en lo que somos; lo que hacemos es relativo, pero lo que somos tiene que ver con nuestra identidad espiritual.