"Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros". Lucas 15;19
Rembrandt, en su cuadro sobre la parábola del hijo prodigo, deja muy pocas dudas del estado físico-emocional de este hijo que regresa. Su cabeza estaba afeitada como la de un prisionero al cual se le ha puesto un número de identidad. El pintor lo dibuja con una ropa que apenas cubre su cuerpo demacrado.
Se trata de un hijo que regresa al padre sin dinero, sin salud, sin honor y sin reputación pues ya lo ha despilfarrado todo. El artista nos deja ver como hay cicatrices en las plantas de sus pies, mostrando la historia de un viaje humillante y doloroso. Al igual, sus sandalias hablan de su miseria y sufrimiento. Pero hay dos grandes aspectos en este miserable hijo pródigo y su regreso que resaltar y que son una gran bendición.
El hijo pródigo (rebelde) siempre creyó que era hijo del padre. En medio de toda su miseria y a pesar de haber solicitado la herencia que le correspondía con su padre en vida. Aún habiendo derrochado y malgastado irracionalmente toda aquella fortuna que el padre le había entregado con amor y desprendimiento. Eso no importaba, había un tesoro espiritual muy grande en su corazón, él tenía la certeza de un padre.
No había olvidado en su mente y corazón que todavía era hijo del padre, que tenía hacienda y empleados. Podía considerar la posibilidad de regresar a la casa de su padre.
Este joven se aferró con todas las fuerzas de su alma a esta realidad congénita, “soy hijo de mi padre”. El hijo volvió a casa cuando recordó y valoró el lazo familiar que le unía. Tuvo que perderlo todo para indagar en lo más profundo de su ser interior, y entonces decir: “iré a mi padre y le diré…"
Este es el misterio de la gracia divina, usted y yo tampoco hemos olvidado que somos hijos del Padre Celestial.
La soledad más grande que puede sentir el cristiano es comenzar a pensar que no es hijo del Padre. Esto no se aprende en seminarios evangélicos, sino que es una experiencia personal.
El triunfo más diabólico que puede obtener Satanás de nosotros es hacernos pensar que ya no somos hijos del Padre Celestial. Pero una vez que hemos sido sellados con la Promesa Divina del Espíritu Santo, no habrá nada ni nadie en este mundo que nos pueda separar del Amor de Dios, que es en Cristo Jesús, Señor nuestro.
Si estamos lejos de casa, el Padre Celestial nos espera siempre, cada mañana levanta su vista hacia la puerta del camino y se pregunta: ¿Cuándo volverá mi hijo, cuando se percatará de que soy su padre y él es mi hijo?
¡Cuán importante es la doctrina de la salvación en la vida del creyente convertido a Jesucristo! ¡Afiancemos nuestra identidad como hijos de Dios cada día! Nuestras iglesias evangélicas deberían estar más enfocadas en esto: reafirmar a los creyentes en que nuestra identidad como hijos de Dios está basada en la obra de Cristo, en la fe que hemos depositado en su muerte y resurrección, y no precisamente en nuestros extravíos lejos de casa.